17 de enero de 2025

Francisco tenía poco más de setenta y cinco años. Aunque a él siempre le gustaba decir que ya rondaba los noventa. Era un peculiar gentleman cordobés que vivía al margen de la realidad. No estaba loco, ni era un borracho, ni abusaba de los porros; era canijo de no comer chicharrones ni manteca colorá. Es verdad que sus convicciones a menudo le hacían bailar una jota noriega al borde de la locura, pero nada grave, de verdad, nada grave. Murió hace más de un año. Parece mentira que el tiempo pese tan poco en el recuerdo, según qué o quien. Aún está su coche aparcado en la puerta, aún sus jazmines florecen olorosos, aún perdura la cal blanca en sus paredes. ¿Fue ayer cuando me hablaba de los molinos de viento?, esos que aullaban en el silencio de la noche y no le dejaban dormir. “Cencerros para los borregos”, era lo que más repetía cuando quería referirse a la sumisión y condescendencia de los ciudadanos frente al poder de las élites políticas y económicas. Era un redicho, cierto, pero a mí me encandilaba su locuacidad.

Una noche de verano en el pueblo, sentados él y yo al fresco del poniente, en la intimidad, me habló sobre la futilidad del tiempo. Según él, el tiempo era una fuerza inquebrantable e inevitable. Decía que en nuestra efímera existencia intentamos medirlo, gestionarlo y dominarlo, pero que este sería implacable, fluiría sin cesar, indiferente a nuestros deseos y esfuerzos. Era un espectáculo oír sus diatribas. Se estiraba más allá de sus arrugas, los ojos se volvían color ceniza de tan abiertos que los ponía. Él nunca te dejaba replicar, ni un punto y coma a sus argumentos, ni un redoble a compás. Era puro teatro. La vida, argumentaba, se convierte en una serie de estrellas fugaces que se desvanecen rápidamente en el pasado, dejando una estela de anhelos incumplidos. Lamentaba también que, a pesar de los avances tecnológicos y científicos, el ser humano no hubiera sido capaz aún de alterar el implacable curso del tiempo. La futilidad del tiempo, decía, radica en nuestra absoluta incapacidad para detenerlo, moldearlo o revertirlo…

Hoy, al pasar por delante de su casa enlutada, no pude evitar detenerme y pensar en Francisco y en todo aquello que se pierde cuando uno no respira plenamente su presente. La misma futilidad de la que ese peculiar gentleman cordobés me hablaba debería ser argumento suficiente para vivir siempre con la mayor de las intensidades y, a la vez, encontrar significado a cada instante, conscientes de la belleza efímera de la vida.

Francisco, este verano está siendo particularmente caluroso.

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