11 de octubre de 2024

Ninguno de los dos, ni Hera ni Paris, se ha percatado de una presencia que escondida tras la fronda observa la escena. Desde su posición puede escuchar la conversación de Hera y, cuando la escucha ofrecer un soborno a cambio de su veredicto, se enciende. Sus ojos azules casi glaciales se convierten en una tea ardiente y el enfado recorre sus venas azules hasta convertirlas en un incendio. No pensaba que Hera fuera capaz de una artimaña tan burda. ¿Tanto debe valer la belleza? —se pregunta.
Hasta ahora ella jamás ha sentido esto que la corroe. Tal vez la inteligencia no sea suficiente para ser considerada bella. Ella siempre se ha cubierto de una capa de invulnerabilidad potenciada por esa sabiduría que rezuma por sus cuatro costados, pero desde que la manzana y la duda llegaron a su vida, esa capa no hace más que resquebrajarse. Ya no se siente suficiente, ya no se siente superior, ahora la duda la corroe; necesita esa validación de los ojos de un mortal. ¿Pero cómo? La inseguridad había llegado a su vida en forma de aquella manzana dorada. No se lo puede permitir. Necesita reafirmarse, volver a ser la mujer segura que era, y decide usar las armas de la propia Hera.
—Buenos días, joven mortal.
Atenea se presenta ante Paris a la hora en la que los pastores descansan a la fresca junto al ganado. Lo encuentra tumbado, masticando una hoja de paja y pensando en la nada.
—Buenos días, poderosa diosa. ¿Qué hacéis por aquí?
Atenea se remanga el largo quitón, mostrando unas piernas torneadas y completamente blancas, y se sienta junto a Paris.
—Pues bien, visto que para los mortales es tan difícil apreciar los matices de la belleza divina, vengo primero a que me contempléis en todo mi ser y segundo a ofreceros algo.
—Interesante, es la segunda vez que me ofrecen algo esta mañana.
—Y supongo que no será la última. ¿Quién ha sido? —pregunta haciéndose la sorprendida.
—Hera.
—Te habrá prometido ser el hombre más poderoso ¿no?
—Algo así.
—¿Y qué piensas de ello?
—Que no sabría cómo mantener el poder que me otorga Hera. Llegar a él es fácil, un regalo de la diosa, pero mantenerlo ¿cómo? Si no es legítimo.
—Te entiendo.
La diosa comienza a cavilar. Al poder se puede acceder a través de la fuerza y mantenerlo no es difícil si posees fuerza e inteligencia. Tal vez sea eso lo que necesita para decantarse. Pero primero necesita mostrarle lo que su físico tiene para ofrecer. No solo quiere que la nombre la más bella por lo que puede hacer por él; quiere ganarse el título justamente y validarse como mujer. Así que se levanta.
—Sé que no tuviste tiempo para contemplarnos completamente y poder decidir, así que antes de nada quiero que me mires.
La diosa se levanta y lentamente se despoja de su quitón. La tela de una manufactura sutil se desliza desde sus hombros, dejando al descubierto una piel nacarada y brillante. Primero, tras quitar las fíbulas que sujetaban el quitón, los hombros, jugosos, redondeados, las clavículas rectas y finas. El talle estrecho y los senos abundantes dibujan su sombra. La tela sigue bajando y Paris siente un espasmo en su sexo. Se retuerce. No puede tener esos pensamientos por una diosa, pero es un hombre.
Ahora llega la zona de las caderas; espera ansioso ver más allá cuando los ladridos del perro de pastoreo rompen la magia.
—Creo que ya has visto demasiado —dice Atenea, algo avergonzada. Su rostro inmaculado se ha tintado del color de la ciruela madura y sus ojos azules como una mañana despejada miran al suelo—. Para hacerte una idea es suficiente. Ahora hablemos de negocios.
—¿Negocios?
—Sí. A ver… ¿Qué puedo ofrecerte yo para que tengas todo esto en cuenta? Igual que Hera, a parte de su belleza, te ha ofrecido el poder.
—¿Tú dirás?
—Me has dicho que llegado al poder no sabrías cómo mantenerlo… Pues te ofrezco eso…
—¿El qué?
—Ser el guerrero más poderoso del mundo, y además el don de la inteligencia, que pocos poseen.
—No lo entiendo.
—Mira, a través de la guerra se dominan a los pueblos, y si combinamos inteligencia y guerra, nos dará como resultado el poder y la determinación para mantenerlo sin esfuerzo.
—¿A través del miedo?
—A través de la fuerza, querido. ¿Qué más da como sea si el fin es tan bueno? Imagínatelo: tendrías todo bajo tus pies, riquezas, palacios, mujeres, esclavos. ¿Qué más se puede pedir?
—No sé… ¿Amor y una vida en paz?
—Tonterías. Piénsalo; dominarías el mundo.
—Está bien, me has dado en qué pensar.
—Bien, pues si es así te dejo con tus tribulaciones —dice la diosa que se ha dado cuenta de que un bulto se ha hecho presente en su túnica y necesita alivio—. Ahora sí que te dejo, también tienes que arreglar eso.
La diosa mira a su entrepierna y le lanza una sonrisa pícara. Está segura de que la elegirá a ella. 

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