4 de mayo de 2024

No falla. Cada vez que salgo a ver un paso en Semana Santa y empieza a lloviznar, se despierta en mí una asociación peculiar: la imagen de un Ernest Hemingway bronceado viene a mi mente de una manera espontánea y virulenta. Y no me pregunten por qué pasa eso, pero es así. Spinoza ya lo dejaba entrever en sus escritos filosóficos: para percibir la realidad que nos rodea, la mente requiere de las modificaciones de su propio cuerpo. O dicho de otra manera, nuestras percepciones actuales están ligadas a las sensaciones que nuestro cuerpo ha experimentado en el pasado, de manera que la realidad del mundo en el momento presente la comprendemos e interpretamos en gran parte por esos recuerdos sensitivos. Puede ser que, hace mucho mucho tiempo, yo estuviera leyendo «Adiós a las armas» o «Por quién doblan las campanas» bajo el tenue fulgor de una luminaria en un día de procesión y empezara a llover.
Lo cierto es que últimamente Hemingway aparece en casi todas las Semanas Santas de mi vida: la solemnidad de la celebración con la impredecible travesura de la lluvia, un encuentro entre lo sagrado y lo mundano, entre el respeto religioso y el chapoteo inevitable. La Semana Santa, ese periodo de recogimiento y tradiciones arraigadas, a menudo se ve desafiada por la obstinada lluvia. Qué se le va a hacer. Parece que los cielos, caprichosos ellos, deciden poner a prueba la devoción de los creyentes en el momento más inoportuno. ¿Es una señal divina? Quién sabe, pero ante la ironía de ver cofradías y procesiones marchando bajo un diluvio digno del Arca de Noé, a uno no le queda otra que dibujar sutilmente una disimulada sonrisa. Imaginen, si pueden, a un Hemingway en su apogeo, descansando bajo un toldo en la terraza de algún bar en España, con una copa de vino en la mano y disfrutando de la procesión en medio de una intensa lluvia, mientras redacta su crónica para enviarla a un periódico estadounidense:
«La lluvia cae como si alguien hubiera olvidado cerrar los grifos del cielo. Los nazarenos, con sus capirotes empapados, siguen adelante. Erguidos y valientes, parecen cucuruchos de helado derritiéndose bajo la maternal y tierna mirada de su virgen. Algunos fieles gritan: “¡Hasta el cielo llora por nuestros pecados”, mientras un astuto vendedor proclama: “¡Llévese su paraguas papal, perfecto para rezar bajo la lluvia sin mojar su alma!”. El agua resbala por las imágenes religiosas de un santo de papel maché».
Va a ser que la Semana Santa bajo la lluvia tiene ese encanto de lo ridículo y lo sublime que tanto adoraba mi admirado Groucho Marx.
Entre el olor a incienso y el sonido de la lluvia en los adoquines, la Semana Santa nos regala momentos de absurda grandeza, donde lo divino y lo terrenal se abrazan en una danza impredecible. Y mientras los truenos retumban en el cielo, recordemos las palabras de un Hemingway imaginario: «En tiempos de tormenta, incluso los ángeles necesitan paraguas”.
Que llueva que llueva, la Virgen de la Cueva…

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