«La sustancia» es una película extrema, hilarante, grotesca, brutal, salvaje, pero, a la vez, repulsiva y deslumbrante. Ha ganado el premio al mejor guion en el festival de Cannes. Está protagonizada por una espectacular Demi Moore de 62 años que, claramente, muestra incoherencia con el mensaje de la película, porque ¿quién no querría estar como Demi Moore a los 62 años? Aunque no es un filme para todos los públicos, tampoco pienso destriparte la película porque no es el objeto de este artículo.
He leído críticas sobre la película de lo más variopintas. Unos la conectan con la Serie Z, con Plan diabólico de John Frankenheimer, con la gemela demoniaca de Barbie de Greta Gerwig e incluso con El retrato de Dorian Gray; otros con la agenda feminista, la misoginia, y el nudismo impúdico… En cualquier caso, es una película que no deja indiferente a nadie, bien sea porque sorprende, guste o cause repulsión. En mi caso, cuando salí del cine, tuve una extraña sensación que nunca me había ocurrido: no sabía si la película me había gustado o no.
La clave de «La sustancia» lo indica su propio título, que hace referencia a uno de los deseos míticos de la humanidad, documentado hace más de 4000 años: el elixir de la eterna juventud y de la inmortalidad. Toda la película funciona como una gran metáfora sobre la persecución de esta quimera; sin embargo, es una metáfora tosca, bruta, exagerada y nada sutil.
«La Epopeya de Gilgamesh» es la obra literaria más antigua de la humanidad, que cuenta la historia del malvado rey de la ciudad de Uruk. Tras muchas aventuras y desventuras, Gilgamesh, con la ayuda del adivino Utnapishtim, persigue la búsqueda de la eterna juventud y de la inmortalidad. El sabio, compadecido por sus esfuerzos, le dice que, aunque no alcanzará la inmortalidad, sí puede conseguir una vida siempre joven. Para ello, debe encontrar una planta mágica que crece en un rincón secreto del fondo del mar. Gilgamesh, animado por esta promesa, se sumerge en las aguas profundas y consigue la planta. Sin embargo, en el camino de vuelta a casa, se duerme y una serpiente le roba la planta y se la come, quien muda su piel y rejuvenece. Decepcionado, comprende que la inmortalidad es patrimonio exclusivo de los dioses y vuelve a Uruk, esta vez para gobernar con sabiduría y justicia.
El mito está más vivo que nunca. No queremos envejecer. La juventud y la estética están sobrevaloradas y eso hace que algunas personas se sientan acomplejadas por su edad. La sociedad capitalista expulsa a las personas con una cierta edad, algo que el personaje que hace de productor en la película expresa, mientras come langostinos con mayonesa: a los 50 se acaba todo.
Esta vulnerabilidad es la que vivimos muchas personas cuando somos discriminados o rechazados por causa de la edad. La sociedad, inconsciente y cruel, margina a las personas mayores, las invisibiliza y, es por eso, que nos aterroriza el envejecer, porque limita nuestra existencia. Especialmente, y por qué no decirlo, esta marginación silenciosa ha afectado a las mujeres, a quienes se les exige estar siempre bellas, guapas, delgadas y atractivas.
Quizá a golpe de pinchazo podemos mejorar la cara, el mentón, el pecho, la calvicie, el peso… pero nuestra lucha es infructuosa y algún día comprenderemos como Gilgamesh que la juventud y la inmortalidad solo pertenecen a los dioses.
Por supuesto, es importante cuidarse físicamente, como también es fundamental cultivar nuestra mente y nuestro corazón. Hoy parece que el cuidado de la mente pasa a un segundo plano (porque la mente no se ve), al contrario de lo que sucede con el cuerpo. Sin embargo, la mente saludable de las personas es lo que hace que pueda existir una sociedad más solidaria y más amable. Lo mismo pasa con la felicidad; no podemos ver si las personas realmente son felices o no. Puede que el cascarón esté perfecto, pero vacío. Este es uno de los males de nuestro tiempo: la vaciedad interior. Algunas personas están tan ocupadas en perseguir las cosas materiales, en ello entra también el excesivo culto al cuerpo, que se desconectan de sí mismas, llegando a desconocer lo que les emociona, lo que les llena, lo que les hace felices…
Este dramatismo es lo que resuena en el trasfondo de la película. El cuerpo envejece de forma inexorable y no existen ni pinchazos, ni plantas, ni elixires mágicos que frenen su destino. La tentación de querer ser siempre joven ha existido siempre. Los mitos repiten hasta la saciedad este tópico en sus diversas manifestaciones arbitrarias. Sin embargo, la única alternativa posible es la comprensión a la que llega Gilgamesh: perseguir la eterna juventud es una quimera.
Lo único que no envejece ni muere es nuestra alma y el legado inmaterial que podemos dejar cuando nos vayamos. Hemos heredado arte, música, literatura y sabiduría, pero también los valores y el amor que recibimos de nuestras familias. En retorno, es nuestra obligación y responsabilidad dejar una herencia inmaterial, por pequeña que sea.
Por supuesto, que un cuerpo sano es necesario para que anide nuestra alma (mens sana in corpore sano), pero sin la obsesión, casi patológica, del culto al cuerpo y a la juventud. Solo así podremos conectarnos con nosotros mismos y podremos cultivar los valores y la sabiduría que nos enriquecen como persona. A su vez, nos conectamos con los demás y con la naturaleza, estableciendo una comunión que trasciende nuestra irrelevante existencia.
La juventud no es un valor; al contrario, es efímera. Solo el alma no envejece y es el cultivo de nuestra interioridad lo que nos puede proporcionar la ansiada felicidad. Como sociedad, deberíamos apreciar y respetar a las personas que, junto con la edad, atesoran sabiduría; y como individuos, deberíamos cultivar nuestra mente y nuestro espíritu. De este círculo virtuoso podría surgir una sociedad más justa y solidaria. Esta es la transformación del héroe Gilgamesh. De ser un líder tirano y cruel, a convertirse en un gobernante humilde, sabio y amable en su vejez.
Esta sabiduría solo se alcanza al comprender nuestro lugar en el mundo, nuestras responsabilidades y la importancia de vivir una vida plena, ya que se desvanece en un suspiro.
Cuatro mil años después seguimos con las mismas incoherencias y preocupaciones.
Joaquín Rández Ramos (Tudela – 1962). Escritor, conferenciante y divulgador. Autor del libro “Un viaje hacia el significado y propósito de tu vida”. Le gusta pensar y reflexionar sobre nuestra realidad. Amante de la naturaleza y de los animales.