«Bella» era la palabra que la acompañaba desde que el semen de Urano se mezcló con las olas del mar y ella surgió de su éxtasis cabalgando desnuda sobre una concha. «Bella» fue la palabra que susurró el Céfiro mientras su aliento suave y cálido la empujaba hacia la orilla de la isla que la vio por primera vez. Belleza y amor fueron los sustantivos con los que la adornaron los habitantes de Chipre. Aquella isla fue el primer lugar donde la veneraron y le construyeron un templo. Fue también allí donde se presentó al resto de dioses que quedaron estupefactos ante su visión. Nadie le había dado el título oficial, aunque la llamaban la diosa hermosa, la diosa del amor, la diosa de la pasión. Y ahora aquello. Habían puesto en tela de juicio algo que la definía, que la hacía diferente al resto de diosas, todas bellas, todas divinas, que le otorgaba su valor. Estaba en juego su dignidad y no lo iba a permitir. Eris se había cargado de un plumazo lo que se presuponía. Le había dado la posibilidad a las otras diosas de obtener el epíteto que la definía a ella, solo a ella. ¿Qué hay de bello en el poder o en la inteligencia? La belleza está en el amor…
Estos pensamientos rondan por la cabeza de Afrodita, mientras mira como en el horizonte Helio azuza a sus caballos para que inicien el descenso. Pronto Selene reinará en su trono de plata. El sonido de la vacada, que también camina desde la cumbre del Helicón hasta su falda, la aleja de ese ensimismamiento.
—¡Eres tú, humano!
—Afrodita —dice, Paris, haciendo una reverencia estudiada.
—Esa soy yo, aunque no me hacen falta reverencias. ¡Anda! Ayúdame a levantarme.
La diosa con un ademán estudiado le ofrece su mano. Paris tira de ella y la levanta. Afrodita se sacude el rico quitón se seda.
—¿Habéis venido a sobornarme?
—A sobornarte… Pero ¿qué necesidad tengo yo de sobornos?
—Bueno, las otras…—Paris traga saliva, no sabe si es decoroso hablar.
—¿Qué han hecho esas dos? Codician mi puesto, ¿no es así? No tienen la certeza que tengo yo de ser la más hermosa. ¿Y se puede saber qué te han ofrecido?
Paris se aclara la garganta de una manera nerviosa.
—No temas, humano. Yo no voy a hablar. Todos conocen mi capacidad para guardar secretos.
Afrodita pasa un dedo por los labios de Paris. Él se sumerge en el abismo de sus ojos del color del fondo marino y siente un estremecimiento que le revuelve el alma. Ninguna le ha provocado tal reacción con un simple roce.
—Bueno… Hera me ofreció el poder y Atenea la manera de mantenerlo.
—¿Has pensado, insensato, cuán vacío es el poder?
—¿Vacío? —Paris tuerce la cabeza y la mira intrigado.
—Sí, ¿qué hay del poder sin amor, sin admiración? Es la soledad, la más tremenda soledad. ¿Has pensado alguna vez lo solos que están los poderosos? Nadie los quiere; en realidad, todos los utilizan mientras detentan ese poder útil para los demás. Una vez que eso desaparece, ellos caen en el olvido si no tienen a nadie que los ame incondicionalmente.
—¿Amor incondicional? Eso ya sé lo que es y no me interesa.
—Enone, ¿no?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—En cuestiones de amor yo lo sé todo. No te interesa porque tú no eres el que está enamorado. Simplemente recibes y recibes un amor que tal vez no merezcas.
—Puede ser. Creo que jamás he amado.
—¿Y te gustaría conocer esa sensación?
—¿Cuál?
—La de estar tan enamorado de una persona que serías capaz de hacer la mayor de las locuras solo por estar junto a ella un segundo, solo por mirarla, rozarla o escuchar su voz.
Afrodita ha sembrado la semilla de la curiosidad en el corazón de Paris. Sabe que solo debe regarla un poco y esperar a que crezca.
—¿Y quién sería esa mujer? Porque a mí me gustan las mujeres.
—La mujer más bella del mundo.
—¿Cuál es su nombre?
—Helena.
—¿De dónde es?
—De Esparta.
—¿Podría verla?
Afrodita abre una brecha de tiempo y espacio en el eter. Como si de una escena real y cercana se tratara, se ve a Helena saliendo de la bañera, hermosa, desnuda. Una cascada de oro serpenteante se enmaraña con su piel nacarada y húmeda. Paris siente la punzada en su sexo, en su alma. Afrodita ha conseguido su propósito, pero ella aún no lo sabe.
—Entonces, ¿qué me ofreces?
—A ella. Su amor y tu amor incondicional. Saber qué es la fuerza centrífuga que une a dos almas y las empuja a unirse a amarse más allá del tiempo, del espacio, de lo socialmente permitido, más allá de la vida y de la muerte. ¿Aceptas el reto?
—Aún debo pensar, pero al final habéis hecho lo que las demás.
—¿El qué?
—Sobornarme.
—No, yo solo te he ofrecido una alternativa al poder y la soledad. No te he pedido nada, pero ya que lo dices… Sé que ante mi belleza y lo que yo ofrezco nadie puede resistirse. Amor omnia vincit.
María del Mar Carrillo García, licenciada en Filología Clásica e Hispánica, enseña latín, griego y cultura clásica en un instituto de Torrevieja. Colabora con la revista digital Zenda libros del XL Semanal, escribe para El Ababol y ha sido finalista en un concurso de relato erótico. Autora de dos poemarios y una novela, «Hijas de Ilión». Participa en programas de radio, dirige ciclos sobre legado grecorromano y coordina la revista educativa «La Laguna Rosa».