20 de enero de 2025
Paris in the Phrygian. Antoni Brodowski  (1784–1832)

Amor omnia vincit. Las últimas palabras que le dijo Afrodita antes de convertirse en humo y nada siguen siendo el vórtice del huracán de los pensamientos de Paris, mientras se dirige a casa, debe afrontar una conversación que lleva postergando. El camino se le hace eterno. Sus pasos son cortos y lentos. Tal vez el amor que siempre ha sentido por esos que ahora considera extraños lo ayude a perdonarlos, a entender por qué jamás han dicho la verdad. Deja la vacada en sus establos, las ovejas tras su cerca y se aposta frente a la casa. Desde la pequeña elevación de la entrada ve el humo salir, sabe que su madre está haciendo la cena. Huele a verduras y carne, es su guiso favorito. Su padre estará junto a ella, tallando alguna figurita de madera para su esposa. Respira hondo, es el momento.
La puerta se abre como un huracán.
—¿Qué tal ha ido el día, Paris? —dice una figura enjuta y de pelo canoso.
—Bien, la Leuka se pondrá de parto pronto. Hoy la he notado muy lenta y más hambrienta de lo normal. Tenemos que estar atentos; esta noche pasaré por el establo —dice Paris, mientras intenta introducir una conversación que sabe que les romperá el corazón.
—Yo quiero ver el parto —dice su madre, sacando la olla del fuego.
—Hijo, tenemos que estar muy atentos. Acuérdate de la última vez. El ternero murió en la barriga de su madre y casi se va detrás Fainé.
—¿Mañana trabajas en Palacio?
—No, esta semana están con los preparativos para honrar a Alejandro, el hijo fallecido del rey Príamo y la reina Hécuba, así que esta semana mis servicios no son precisos.
—Mejor—dice Paris. Se ha sentado en una silla baja y se ha descalzado las sandalias. El cuero está húmedo y necesita calentarse. Acerca los pies descalzos al fuego—. Todos los años lo mismo, las honras fúnebres al hijo que murió hace casi veinte años. ¿Este año habrá monta de toro?
—Sí. Sabes que es el deporte favorito de nuestro rey. Si tuviéramos suerte, elegirían un toro de nuestra vacada. Sería todo un honor.
—No sé por qué no se lo has pedido ya al rey. Llevas toda una vida trabajando junto a él y jamás ha elegido nuestra casa para otorgarnos tal honor. Siempre extranjeros por los que paga una gran suma.
—Él no sabe que también me dedico a la cría de ganado.
—Pues podrías decírselo. Sabes que nuestros toros son los mejores. Están entrenados para la lidia y darán un buen espectáculo. 
—Y tú también lo darías —Agelao se muerde el labio. Acaba de darse cuenta del error. Su hijo es orgulloso y temperamental; para él es un desafío poder ganar en el concurso de lidia. Lleva años participando y venciendo en pequeños concursos en las ciudades vecinas. Ir a la capital, presentarse ante el rey, lidiar un toro y, sobre todo, ganar, es un caramelo envenenado. 
Agelao sabe la verdadera historia de su hijo. Él, el hombre de confianza del rey Príamo, casi acaba con su vida. Los sueños proféticos fueron los culpables. Ese niño recio y sonrosado que tomó entre sus manos para depositarlo en el bosque y que fuera devorado por las fieras iba a ser la causa de la destrucción de la ciudad más segura del mundo conocido, Troya. Se lo entregaron envuelto en una manta de lana, teñida con el púrpura de los reyes. Sus ojos sonreían a la vida, esa que se iba a acabar esa misma noche en las faldas del monte Ida. El dolor le apretujó el corazón. Saber que él y su esposa nunca podrían concebir un hijo propio y que ahora iba a ser el responsable de la muerte de aquel niño que aún berreaba. Pero ante todo debía lealtad a su rey y obedeció. Dejó al niño junto a un negro abedul y regresó a casa para contarle la historia a su mujer.
Llegó la madrugada de aquella noche aciaga y con ella el primer rayo de sol se coló por las rendijas de las contraventanas de madera. Mirrina instó a Agelao a buscar a aquel bebé abandonado a su suerte y a la muerte. Y lo encontró…

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