17 de enero de 2025
Foto de Pixbay

Si has estado en Salamanca, estoy seguro de que has ido a visitar la fachada de su universidad, una obra maestra del plateresco español. Es un lienzo de piedra con una profusión extraordinaria de elementos humanos, geométricos, fantásticos y vegetales. Los visitantes, en lugar de admirar tal filigrana de piedra, se dedican a buscar la rana. El mismo Miguel de Unamuno, quien fuera rector de esta universidad, se quejaba de esta manera: «No es lo malo que vean la rana, sino que no vean más que la rana». En la tradición estudiantil, encontrar la rana se considera un presagio de buena suerte y éxito en los estudios.

En la mitología y para la espiritualidad, la rana simboliza la limpieza, la renovación y el ciclo sin fin de la vida y de la muerte.

Un estudio [1] del 2023 publicado en la revista Nature revela que los anfibios siguen siendo la clase de vertebrados más amenazada, con cientos de sus especies extinguidas. La razón de tal devastación está en la degradación de sus hábitats, debido a la acción humana por la deforestación, la agricultura y las emisiones de CO₂. El calentamiento global favorece la proliferación de un hongo llamado «chytrid», responsable de la enfermedad mortal que afecta a los anfibios.
Tal vez te estés preguntando a dónde nos lleva este rocambolesco desarrollo. La rana es símbolo de un ambiente ecológicamente sano. Su fragilidad pone de manifiesto cómo la actividad humana está afectando a la destrucción de los ecosistemas que, a su vez, favorece la aparición de pandemias y enfermedades.
En los últimos años, hemos vivido pandemias horribles y en estos días estamos padeciendo con gran dolor los efectos de la Dana, destructora y mortal. Sin embargo, nuestro pensamiento se dirige a paliar sus efectos, sin ocuparnos de las causas. Los negacionistas del cambio climático son fervientes creyentes de que los cambios del clima han ocurrido siempre. Y esto es verdad. Sin embargo, lo que los negacionistas obvian es que estos cambios fueron de origen geológico; por el contrario, los actuales cambios del clima tienen la huella del ser humano.
Algunos sostienen que estamos en el Antropoceno, una nueva era donde la humanidad ha comenzado a dejar una marca indeleble en el planeta. Los efectos de nuestras acciones son evidentes: el clima se ha transformado drásticamente debido a la acumulación de gases de efecto invernadero. Esto, que en otros tiempos podría considerarse una teoría o una fabulación, hoy podemos ver y experimentar sus efectos devastadores muy de cerca: ciudades costeras inundadas, fértiles tierras convertidas en desiertos, glaciares derritiéndose y huracanes cada vez más feroces. Numerosos ecosistemas están en peligro, ya que muchas especies de animales y plantas no pueden adaptarse a las nuevas condiciones climáticas, como las ranas del trópico. ¿Dónde está la rana?
Además, el aumento de las temperaturas y la alteración de las estaciones están desequilibrando los ritmos naturales de plantas y animales, lo que provoca plagas de insectos, la invasión de plantas no autóctonas, migraciones forzadas de animales y la proliferación de enfermedades causadas por virus, bacterias y hongos.
Si a esto le sumamos la extracción indiscriminada de recursos, la contaminación de tierras y océanos, y una población humana que ya ha alcanzado los 8.000 millones, el panorama es desolador: un planeta herido de muerte. El microbiólogo Frank Fenner, conocido por su papel en la erradicación de la viruela, nos advirtió en 2010 de que podríamos enfrentar un destino similar al de la antigua civilización de la Isla de Pascua o Rapa Nui. En esta isla, la superpoblación y la sobreexplotación de recursos llevaron al colapso ecológico y la desaparición de su civilización a mediados del siglo XIX. Según Fenner, si no actuamos pronto, nos quedan apenas 100 años para cambiar el rumbo antes de enfrentar nuestra propia extinción.
La situación es alarmante, pero aún estamos a tiempo de actuar. La gran pregunta es: ¿seremos capaces de aprender de los errores del pasado y tomar medidas decisivas para salvar nuestro hogar?
Llegados a este punto, puede que te preguntes: ¿qué puedo hacer yo? La respuesta es, al mismo tiempo, poco y mucho. Lo que cada uno de nosotros pueda hacer en relación con la inmensidad del problema puede parecer insignificante, pero si todos actuamos, el impacto sería enorme.
Primero, debemos tomar conciencia individual de la situación y ayudar a que otros también lo hagan. Necesitamos crear una conciencia social que influya en la política y promueva cambios a gran escala. En segundo lugar, pequeñas acciones diarias pueden marcar la diferencia: consumir de manera responsable, reciclar, evitar el uso de envases plásticos, dar una segunda vida a objetos y ropa, y no derrochar agua potable. Cada gesto cuenta.
Volviendo a la fachada de la Universidad de Salamanca, te diré que encontrar la famosa rana no es fácil, como tampoco lo es encontrar ranas hoy en día. Cuando era niño, vivía cerca de una acequia de riego que en verano era una verdadera delicia. Sus aguas, limpias y transparentes, eran nuestro lugar favorito para jugar y bañarnos. La acequia tenía varios azudes que paraban y desviaban el agua, formando charcas y remansos donde abundaban los renacuajos. Podíamos sacar un par de ellos con solo hacer un cuenco con la mano, sin ningún esfuerzo. Los había sin patas, con dos patas y con cuatro patas. Y, por supuesto, también había ranas saltarinas que se dejaban ver a nuestro paso. Hoy, esa acequia está soterrada bajo el asfalto.
No puedo recordar la última vez que vi una rana en su hábitat natural, y ahora que lo pienso, esto no es una buena señal. La desaparición de las ranas es un síntoma alarmante de los profundos cambios que estamos infligiendo a nuestro entorno. Al igual que encontrar la rana en la fachada de la Universidad de Salamanca requiere un esfuerzo de atención y observación, la dificultad para hallar ranas en la naturaleza debería hacernos reflexionar sobre el cuidado y respeto que debemos tener hacia nuestro planeta.

La rana de la fachada plateresca puede ser vista hoy como una metáfora de nuestros tiempos. Posa sobre una calavera (una representación del Príncipe Juan, quien falleció a los 20 años en 1497). La desaparición y disminución de la población de este pequeño vertebrado nos advierte que nos dirigimos hacia un entorno ecológico enfermo, con graves riesgos para nuestra vida a corto plazo.

En el imaginario popular, la rana está llena de cualidades positivas: su croar puede atraer la lluvia y, según la leyenda, si es besada por una princesa, se transformará en un hermoso príncipe, pues la rana trae buena suerte. Sin embargo, más allá de los cuentos, su presencia es un indicador vital de la salud de nuestros ecosistemas. La pregunta es, ¿podremos recuperar la armonía con nuestro entorno antes de que sea demasiado tarde?

[1] Luedtke, J.A., Chanson, J., Neam, K. et al. Ongoing declines for the world’s amphibians in the face of emerging threats. Nature 622, 308–314 (2023). https://doi.org/10.1038/s41586-023-06578-4

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