13 de julio de 2025
Foto de Barbara Olsen

Desde el Renacimiento, el ser humano ha emprendido un largo viaje de transformación. Un camino tejido con sueños, errores, descubrimientos y aprendizajes que, paso a paso, ha llevado a la humanidad a creer que podía tomar las riendas de su propio destino. Ha sido un trayecto lento, a veces incierto, pero lleno de sentido. Sin embargo, algo cambió. En los últimos 50 años (particularmente desde el último cuarto del siglo XX hasta este primer cuarto del XXI), la ciencia y la tecnología han comenzado a avanzar con una rapidez asombrosa, tan vertiginosa que ha superado, con creces, todo lo que la historia humana había experimentado hasta entonces. Y sí, esto ha transformado profundamente nuestras vidas, pero no podemos olvidar que ese progreso, ese brillo de lo nuevo, se construye sobre los cimientos del pasado, sobre generaciones que imaginaron un mundo distinto.
Lo más desconcertante de esta nueva realidad no es solo lo que ha cambiado, sino la velocidad con la que lo ha hecho. La rapidez ya no es solo una característica: se ha convertido en un valor central, sustantivo, en una especie de dios moderno que marca el ritmo de todo lo que hacemos, de todo lo que somos.
Durante siglos, los cambios venían despacio, como quien golpea suavemente la puerta antes de entrar. Nos daba tiempo para entender, para adaptarnos, para respirar. Pero con la llegada del siglo XX, esa cadencia pausada desapareció. La irrupción fulminante de la ciencia y la tecnología rompió la armonía y nos dejó sin aliento. Hoy, rapidez es sinónimo de eficiencia. Nos enorgullece cuando una búsqueda en internet devuelve resultados en segundos… y nos inquieta si tarda un poco más. Y eso tiene consecuencias: hemos perdido la paciencia, miramos, pero no observamos, vivimos sin detenernos a pensar. Es como si estuviéramos atrapados en una carrera sin fin, donde lo urgente silencia lo importante. Donde se espera de nosotros una respuesta inmediata, aunque no sepamos aún cuál es la pregunta.
El sociólogo Hartmut Rosa lo explica con claridad: la aceleración de la sociedad no es un fenómeno individual, no es culpa nuestra. El mundo, el sistema, el entorno nos arrastran. Nos empujan a ir más rápido, a producir más, a ser más… sin darnos tiempo a ser nosotros mismos. Y cuando se trata de la vida, esto se vuelve cruel. ¿Quién querría vivirla a toda velocidad y que al final todo se sintiera como un suspiro apenas recordado?
A todo esto, a esta carrera contra el tiempo, a esta integración acelerada de la tecnología en nuestras vidas, se le suma algo que me inquieta profundamente: una cierta pérdida de consciencia. No sabemos bien cómo llegamos hasta aquí. Nos limitamos a seguir, a cumplir, a aguantar. El ritmo diario es un torbellino de tareas y obligaciones: el trabajo, la familia, lo personal, lo social… Todo llega, todo pasa, todo se mezcla a través de ese dispositivo que llevamos siempre en la mano, como si nuestra vida estuviera encapsulada en una pantalla. Apagar el móvil, cuando lo logramos, se siente como quitarse un peso invisible. Un acto de rebeldía que rara vez nos permitimos. Porque vivimos, sí, pero cansados. Estresados. Con la sensación constante de que nos falta tiempo, de que no estamos viviendo realmente, sino sobreviviendo.
Y en medio de este ruido, de esta prisa, de esta hiperactividad, miro a nuestro alrededor y veo una sociedad cada vez más homogénea. Menos diversa. Una sociedad donde el pensamiento único se impone: el pensamiento capitalista. En una mirada extrema, casi brutal, el sistema tiene un objetivo claro: convertirnos a todos en consumidores responsables que pagan sus facturas a tiempo. No importa si tienes estudios o no, si crees en una ideología o en otra… el objetivo final es el mismo: consumir. Y así, mientras la ciencia, la tecnología y la globalización nos facilitan el acceso a todo tipo de productos y servicios desde cualquier parte del mundo, también nos convierten en piezas de un engranaje que no se detiene. Porque todo lo que consumimos tiene un precio. Y ese precio es nuestro tiempo de vida.
No es extraño, entonces, que deseemos con desesperación unos días de vacaciones, un descanso, un suspiro. Algo que nos devuelva un poco de paz. Porque hemos construido una trampa… y hemos caído en ella. Y nos toca preguntarnos con valentía: ¿somos verdaderamente dueños de nuestra vida y de nuestro destino?
En este entorno hemos renunciado, sin apenas notarlo, a una de nuestras mayores fortalezas: reflexionar. Pensar con calma. Preguntarnos. Es cierto que, individualmente, no podemos cambiar el sistema. No podemos, quizá, salir de él por completo. Algunos lo han intentado, buscando una vida más natural, más sencilla, más libre. Y aunque eso no sea viable para todos, sí podemos, al menos, no aceptar sin más todo lo que se nos impone. Vivir «en una lata» (encajonados, vigilados, empujados) no es vida. Nos corresponde luchar, desde donde podamos, por liberarnos de cuantos condicionamientos nos aplastan. Porque hay algo que no deberíamos perder nunca: nuestra libertad, nuestra humanidad.
Venimos de la Modernidad, pasamos por la Posmodernidad, atravesamos la Transmodernidad… y ahora caminamos hacia un futuro incierto, lleno de luces y sombras. Un futuro con mucho brillo tecnológico, con mucha velocidad, con muchas promesas… pero con poca consciencia. ¿Y si apagamos el móvil por unos días? Tal vez, en el silencio, en el vacío que tanto tememos, aparezca de nuevo nuestra voz interior. Quizá entonces podamos ver con claridad nuestra vida, y lo que realmente quisiéramos que fuera. Necesitamos, con urgencia, algo que hemos olvidado: la tranquilidad. Paz. Sosiego. Espacios para el alma. Tiempo para medir la verdadera satisfacción de nuestra existencia.
Vale la pena detenernos y preguntarnos: ¿cómo influye esta sociedad en nuestra vida? ¿Nos ayuda a lograr nuestras metas o nos aleja de ellas? ¿Tengo yo el control de mi vida? ¿Soy feliz? No podemos permitirnos dejar de pensar. Ni de imaginar. Ni de soñar. Porque estas son las capacidades que nos hacen humanos. Y en un futuro cada vez más acelerado, tecnológico, polarizado e incierto, necesitamos más que nunca la lucidez del pensamiento. Para no ser esclavos de nuestras propias creaciones. Para no perdernos a nosotros mismos en medio de tanto avance.
¿Seremos capaces de recuperar la valentía necesaria para invocar a la lentitud? Para parar. Para hacer esperar todo eso que parece urgente, pero que tal vez no lo sea. Nos merecemos el silencio. Nos merecemos detenernos. Y abrirle espacio a nuestra consciencia, que no florece en el ruido ni en la distracción.
Hoy, en esta Era del Conocimiento, en la que tenemos a nuestra disposición más información, más herramientas, más acceso que nunca… nos falta algo esencial: la sabiduría para vivir con plenitud. Es la gran paradoja de nuestro tiempo: cuanto más tenemos, más vacíos nos sentimos. Y quizá, solo quizá, la salida esté en volver a lo esencial. En aprender a valorar lo que ya tenemos. En dejar de correr tras lo que nos falta. La verdadera abundancia no se mide en cantidad, sino en la calidad de nuestras experiencias, nuestras relaciones, nuestros momentos.


¡Invoquemos a la lentitud con la misma seriedad con la que invocamos el éxito!
¡Recuperemos la dignidad de lo pausado!
El valor de la espera.


Tal vez debamos, incluso, tener el coraje de incomodar al sistema, de decirle que no a su prisa, a su ruido, a su saturación.
Porque la lentitud no es pérdida de tiempo, es recuperación del tiempo perdido. Es volver a habitar el presente. Es darnos la posibilidad de entender qué nos pasa, qué sentimos, qué queremos. Es mirar a los ojos con atención, saborear una comida sin distracciones, caminar sin GPS, dormir sin culpa…
No se trata de huir del mundo. Se trata de volver a nosotros.
Y quizá, en ese regreso lento y consciente, podamos descubrir que muchas de las cosas que creíamos importantes no lo eran tanto… y que aquello que postergábamos (la paz, el silencio, el encuentro) era, en el fondo, lo más esencial.
Nos merecemos vivir con profundidad. No a toda velocidad.
 

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