
Los artistas, los escritores, los editores, quienes nos dedicamos a la cultura, tenemos la obligación de ser honestos. Siempre. La libertad tiene un propósito en el artista, y es la de revelar lo que otros callan. Si la creación trasciende al creador, ya no puede escaparse la verdad, aunque se esconda en lo más recóndito de la mentira. La ficción no es una excusa. La poesía no es un remedio. Ni los logros, ni el ego, ni la fama, ni el éxito; ni el fracaso, ni la apatía, ni el anonimato. Nada alivia el peso de una conciencia herida. Yo, como artista, quisiera gritar, quedarme quieto, inmóvil ante la crueldad de la indiferencia. No quisiera sentir dolor, ni frustrarme ante la barbarie. Quisiera ser estúpido. Cobarde. No quisiera saber nada. Quisiera seguir viviendo en la inmediata estupidez de TikTok, en el eco de unas risas que no duelan. Quisiera creer que soy más listo que nadie, más entero, menos ciudadano, más ignorante.
Pero no puedo.
Basta ya. Basta ya, Israel. Basta ya de crear huérfanos. Basta ya de sembrar odio. Basta ya de asesinar. Basta ya. Esto no es solo una guerra; es un genocidio.
Hace unos días vi un video en el que una niña palestina lloraba el cadáver de su madre mientras imploraba a Dios una respuesta sobre por qué los israelíes estaban matando a toda su familia. Alguien intentaba consolarla diciéndole que su madre ahora era un mártir. La niña respondía que sí, que lo sabía, pero que no entendía el motivo de tanto odio y rencor. Me desgarró el alma. Un alma tan desgastada por el horror que casi se acomoda a él.
Casi.
No debemos acostumbrarnos a la deshumanización. No podemos permitir que la atrocidad se vuelva paisaje, que los nombres se reduzcan a cifras, que los muertos se conviertan en instantes, ruido de fondo mientras deslizamos el dedo por una pantalla o apuramos el café. No es normal. No es aceptable. No es algo ajeno a nosotros. El silencio también mata. La tibieza, la equidistancia disfrazada de sensatez, la complicidad de quien prefiere no molestar a los poderosos: todo eso es parte del crimen. No nos equivoquemos, Gaza no es un lugar lejano. Gaza es la prueba de fuego de nuestra dignidad colectiva. Y la estamos perdiendo.
Las bombas no distinguen entre inocentes o víctimas, terroristas o combatientes, malos o buenos. Ninguna ocupación ofrece treguas a los sueños. La humillación diaria, el bloqueo, el hambre, la pérdida sistemática del derecho a vivir… ¿Cuántas veces más tiene que repetirse la historia para que entendamos que esto no es defender nada, que esto nunca puede ser legítimo, que esto degrada lo que aceptamos por humanidad? ¿Qué excusa es digna de convertir a un pueblo en escombro? No hay razón de Estado que justifique los ojos vacíos, incrédulos, de una niña buscando entre las ruinas los restos de su madre. No hay discurso que limpie la sangre de la culpa.
Y yo, aquí sentado, escribiendo en la distancia, me sé un privilegiado. Pero el privilegio se vuelve deuda, vergüenza, si se mira hacia otro lado. Alzar la voz es lo mínimo. Escuchar, lo imprescindible. Actuar, lo urgente. ¿Qué mundo estamos dispuestos a tolerar? No podemos permitir que nos anestesien el alma. Hay que mirar el horror y no apartar la vista. No nos rindamos a la comodidad del olvido. La dignidad humana ni tiene ni entiende de fronteras. La verdadera justicia no quiere pasaportes. La vida de un niño palestino vale lo mismo que la de cualquiera de nuestros hijos. Callar es una forma de pleitesía, de rendición. Y yo no quiero rendirme.
No esta vez.

Jose Antonio Castro Cebrián (Chipiona – 1974) Escritor y autor de las novelas “La Última Confesión” y “El Cementerio de la Alegría”, así como de los poemarios “Algazara” o “Anomia”, entre otras obras.
Dirige la Jungla.