18 de junio de 2025
Fotos de JR

El trayecto desde el aeropuerto hasta el viejo Hanoi dura unos 50 minutos, aunque puede parecer más largo si llegas de noche. A esa hora, todo luce apagado, dormido. La carretera avanza entre sombras, y apenas puedes imaginar lo que se esconde más allá de la tenue luz de las farolas. De vez en cuando, una tienda aún abierta lanza un fogonazo de vida, como un latido en medio de la oscuridad. Y entonces lo entiendes: donde hay luz, la ciudad respira; donde no, parece contener la respiración.

Y así, casi sin darte cuenta, la sospecha se vuelve certeza. Te vas acercando al casco antiguo y de pronto una explosión de luces, colores y movimiento te sacude. Las tiendas y restaurantes se apelotonan unos sobre otros, queriendo salirse del encuadre. Todo está iluminado con exageración; cada bombilla grita: “¡Mírame!”. Los negocios se desbordan hacia la calle como si fueran la espuma de una cerveza recién tirada: mesas bajas, taburetes aún más pequeños, vitrinas llenas de cosas, motos por todas partes… y gente. Muchísima gente. Las aceras simplemente desaparecen bajo ese caos vibrante que, lejos de agobiar, te da la bienvenida con los brazos abiertos.

Un gallo ronco, no muy lejos del hotel, canta con desgana para anunciar el amanecer. Y aunque parezca sacado de otro tiempo, es real. ¿Te imaginas un gallo cantando en pleno centro de Madrid? No es solo una anécdota pintoresca, es un reflejo de la vida que late en este lugar. Con la primera luz del día, la ciudad empieza a revelarse. Las aceras no están hechas solo para caminar. Están vivas: rebosan de productos que se escapan de los comercios, de motos que suben y bajan sin pedir permiso, de carros tirados por bicis, por motos o por lo que haga falta. No te indignes. Aquí las aceras no son solo para ti. Al principio caminas con cuidado por la acera o por la calzada, con ese miedo torpe de quien no está acostumbrado. Pero pronto aprendes. Hay un lenguaje no verbal, una especie de coreografía invisible: tú esquivas, te esquivan. Todo se mueve a su manera. Y, curiosamente, funciona.

En medio del caos, hay un orden que no se ve, pero se siente. No vi ni un accidente, ni un grito, ni un empujón. Y dentro de ese caos hay calma. No es lentitud, es otra forma de vivir. La gente es amable, sonriente, está presente. Nadie está quieto: unos venden fruta desde una bicicleta, otros arreglan zapatos o relojes en talleres improvisados entre los transeúntes. Las casas de comida se derraman en la acera: grandes ollas que humean con Pho, guisos exóticos exhalan a la calle, y hasta hay barbacoas hechas con ladrillos sobre el suelo, donde la carne chisporrotea a fuego lento. Todo sucede delante de ti. Sin disimulo. Sin filtros. Sin postureo. Es caótico, sí. Pero también es auténtico. Profundamente humano.

Bajo la capa de modernidad, Hanoi deja entrever una sociedad tradicional, con valores antiguos que aún respiran entre los cables, el humo y las bocinas. Una forma de vida que en nuestras ciudades ha sido barrida por centros comerciales, prisas y normas. Allí conviven el pasado y el presente como dos conocidos que no se entienden del todo, pero que no se molestan. Pero no todo es romanticismo. Hay heridas. La contaminación, por ejemplo, no solo se ve: se respira. El aire te araña los ojos al final del día. Y el plástico… el plástico está en todas partes. En los mercados, en los canales, en los árboles. Nadie parece verlo. O peor: todos lo ven, pero ya no lo sienten. El plástico se ha normalizado como si fuera parte del paisaje.

La basura se barre hacia afuera. Las ollas se lavan en la acera. Todo lo que sobra va a la calle, y lo que va a la calle, al río y al mar. Vietnam es hoy uno de los cinco países que más contribuyen a la plastificación de los océanos. Más de 2.500 toneladas de residuos plásticos al día. Es una cifra imposible de imaginar… hasta que la ves flotando en la Bahía de Halong. Y te duele. Porque esperas que ciertos lugares sean sagrados. Intocables. Pero no lo son. No aquí. Podríamos culparles. Señalar. Decir que no reciclan, que no cuidan. Pero sería hipócrita. Porque la raíz del problema está mucho más cerca de casa.

Vietnam es el taller del mundo. Aquí fabrican nuestras marcas favoritas. Y están aquí porque es barato. Porque los salarios son bajos. Porque las leyes ambientales son laxas. Nike, Adidas, Zara, North Face, Louis Vuitton, Unilever, entre otras muchas… todas tienen fábricas aquí. Producen aquí. Contaminan aquí. Pagan aquí. Pero venden allí. Y como un reflejo distorsionado de ese modelo, florece también el mercado de las imitaciones. Marcas falsas, sí, no obstante, con un impacto igual de real. Plástico, humo, residuos… todo sin filtro y sin freno. Entonces llega la pregunta incómoda, pero inevitable: ¿Quién contamina más? ¿El que tira la botella al río, o quien diseñó el sistema para que todo venga envuelto en plástico? ¿O nosotros, que consumimos sin pensar, sin mirar más allá de la etiqueta?

¿Te gustan las zapatillas que llevas puestas? Cómodas, bonitas, modernas. Sin embargo, esas mismas zapatillas han consumido miles de litros de agua potable, han arrojado a la atmósfera kilos de contaminación, han generado desechos que ahora flotan en algún mar del sudeste asiático. Porque el mar no tiene orillas. Todo va a parar al mismo sitio.

El interior del país es otra cosa. Montañas, arrozales, pueblos donde la vida aún tiene otro compás. Pero también está amenazado. Por el turismo. Por el plástico. Por ese modelo que tanto alabamos y que tanto destruye.

Me fui de Hanoi con una mezcla de fascinación y tristeza. Con la sensación de haber visto algo hermoso… y frágil. Con una culpa difícil de digerir. Porque no es Hanoi lo que está roto. Somos nosotros. Nuestra forma de mirar, de consumir, de exigir sin dar.
Viajar abre los ojos, sí. Pero también remueve el alma. Te das cuenta de que no solo contaminamos cuando viajamos. Contaminamos cuando compramos sin pensar. Cuando elegimos lo fácil. Cuando preferimos no ver.

No es Hanoi a donde hay que mirar.

Pero a propósito de Hanoi… me ha dado por pensar.

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