8 de diciembre de 2024
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¿Te imaginas como sería tu vida si hubieses nacido en uno de los países más pobres de la tierra, con escasez de alimentos, sin sanidad, sin educación y sin seguridad física y jurídica? ¿Todavía crees que tienes una importante intervención en el destino de tu vida?

Al atardecer del 8 de octubre de 1871, la señora Leary se dispuso a ordeñar una de sus vacas en su establo del lado oeste de Chicago. Fuera por su impericia, fuera por el mal temperamento que las crónicas atribuyen a la vaca, el caso es que esta golpeó con sus patas una lámpara de queroseno, provocando un incendio en el pajar. El viento y los materiales combustibles con que estaba construida la ciudad hicieron el resto. Al cabo de unas horas Chicago entera era una auténtica antorcha. Murieron casi trescientas personas y cien mil perdieron sus hogares. 
(Crónica de la semana. Nuestra Señora de la Lámpara. ABC, 15 de julio de 1979)

La suerte es un fenómeno que está muy presente en nuestras vidas, hasta tal punto que no imaginamos vivir sin ella. Cuando acometemos un proyecto, llevamos a cabo un trabajo, nos enfrentamos a un reto… es frecuente que de nuestra boca salga: «A ver si tengo suerte». Mucho fiamos a la suerte, especialmente cuando hay elementos que escapan a nuestro control. Muy en el fondo, sabemos que gran parte de lo que nos sucede depende mínimamente de nuestra actuación, mientras que la interacción de múltiples causas, completamente imprevisibles, están dirigiendo nuestro destino. Seguramente te parece exagerado y crees que eres un gran protagonista, cuyos méritos te sostienen. Sin embargo, esta es una verdad elemental a la que podemos llegar con una mínima reflexión, si dejamos a un lado la vanidad.

Es comprensible que no aceptes que tu éxito profesional, social o económico sea producto del azar. Crees que han sido tus capacidades y motivación las que te han llevado a la situación en la que te encuentras hoy. De igual forma, otros profesionales, no menos preparados que tú, atribuyen su pobre desarrollo a la mala fortuna. Sin embargo, el éxito y el fracaso son interpretaciones subjetivas. Rudyard Kipling decía que ambos eran impostores a quienes debíamos tratar con la misma indiferencia, ya que son efímeros y engañosos. Si pudiéramos razonar objetivamente, veríamos con claridad que gran parte de los beneficios que disfrutamos en la vida nos han sido dados. Aunque nuestra intervención es mínima, a menudo nos sobra arrogancia y nos falta gratitud.

La filosofía griega conocía muy bien el hecho de la subordinación humana a la casualidad, dándole un carácter sobrenatural. La diosa Tique (del griego Týkhē) era la personificación del Destino y de la Fortuna, pues regía la suerte y la prosperidad de los mortales. La diosa Fortuna (su equivalente de la mitología romana) camina por el mundo derramando su cornucopia sobre algunos individuos, mientras que a otros los inunda de toda suerte de desgracias. El Hado y el Destino se conjuran maliciosos para arrebatar a los hombres el dominio de cuanto les sucede.

Cuando se habla de suerte, fortuna o destino, en realidad lo hacemos del «azar», donde se nos escapa el patrón determinable de los sucesos y hace que ciertos eventos parezcan aleatorios o no influenciados por factores conocidos. El filósofo de la ciencia, Mario Bunge, habla de una aparente «acausalidad» debido a la dificultad de rastrear todas las causas involucradas en algunos eventos del universo. El cosmos, la materia, la energía, la naturaleza… (todo lo que nos rodea y existe) no conspira contra nosotros cuando un hecho nos perjudica, ni obra cuando un hecho nos favorece. El «azar» es omnipresente, frío y tajante, es un proceso, una mecánica que escapa a nuestro conocimiento. 

En nuestra vida intentamos acotar al máximo el azar porque deseamos que se sostenga sobre la base de certezas e intentamos controlar al máximo la aparición de factores que escapan a nuestro control. Por eso estudiamos, trabajamos, creamos lazos, ahorramos… pero con resultados individuales diferentes. Habrá personas talentosas, responsables, comprometidas y constantes que jamás cosecharán un éxito rotundo, que fracasarán, y que no serán ni reconocidas ni compensadas. Otras, sin causa conocida, y carentes de mérito lo ganarán todo. Y entre estas, una gama de grises donde unas veces la fortuna golpea con saña y otras alivia de forma cicatera. Como en todo lo humano, también el acierto de nuestras elecciones es, en parte, fruto del azar. La acción humana se combina con el azar de forma infinita en un intento titánico de tomar el control.

Lo único que realmente controlamos son nuestras decisiones, pero ni siquiera tenemos dominio sobre sus consecuencias ni sobre lo que otros piensen o hagan en respuesta. Hay un refugio de libertad donde podemos sentirnos a salvo de los caprichos de la Fortuna: nuestra virtud, honestidad e integridad moral. Esto es lo único que depende exclusivamente de nosotros y donde la Fortuna no tiene influencia. Esta idea constituye la piedra angular del estoicismo: centrarse en controlar lo que está en nuestras manos. El emperador romano Marco Aurelio podía creerse dueño del mundo, mientras que Epicteto, un esclavo de origen griego, podía maldecir su desgracia. Sin embargo, ambos comprendieron que lo único verdaderamente bajo su control era su propia virtud.

Aunque este reducto de libertad ha sido cuestionado por algunos pensadores desde que se publicó el libro La fortuna moral del filósofo británico Bernard Williams, creo que lo más acertado es reconocer y aceptar la idea estoica de que el éxito moral es lo único capaz de eludir la descontrolada rueda de la Fortuna

Además de la Fortuna, hay otro factor, igualmente fortuito, que es la instintiva intervención de nuestro mundo emocional: la impredecible y desconocida reacción ante situaciones límite, trágicas o increíblemente insoportables. Por ejemplo, los supervivientes de la película Alive (1993), basada en hechos reales, deben enfrentar la cuestión de si el deseo de vivir justifica el acto de comer carne humana, un tabú moral y cultural profundamente arraigado. La necesidad de supervivencia desafía sus principios éticos y religiosos. La Fortuna se filtra en los más recónditos oasis de libertad. Del azar depende que nos veamos sometidos a este tipo de situaciones, pero solo de nosotros depende el éxito moral.

Hemos tenido mucha suerte hasta ahora. La mayor parte de las personas que vivimos en el mundo de la opulencia no nos hemos visto obligados a ser ni héroes, ni mártires. Por Fortuna, no hemos sido juzgados como traidores o como cobardes. Tenemos la suerte de poder mirarnos en el espejo sin las cicatrices de heroísmos, sacrificios, renuncias o decisiones dramáticas.

Solo el éxito moral puede eludir la impredecible Rueda de la Fortuna. Alcanzas tu mayor intervención y protagonismo cuando decides que tus principios morales son inviolables, independientemente del azar, la conveniencia o el interés personal. Este es el verdadero éxito, el éxito moral, lo único que te permite mantenerte en pie frente a los vaivenes de la diosa Fortuna.

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