27 de abril de 2024

Este domingo vino a comer a mi casa un amigo de toda la vida. El pobre hombre, y lo de pobre lo digo con lastimera admiración, estaba muy apenado. Su hijo, un mozalbete de veintitrés años, universitario e inteligente ( a ver, para los que estáis ahí siempre apuntillándome: universitario e inteligente no tiene por qué ir siempre de la mano, por eso recalco lo de inteligente), había suspendido una oposición para policía local en un pueblo del interior de Valencia. Mi amigo traía los mofletes cargados de improperios, pues sospechaba que las cuatro plazas ofertadas estaban adjudicadas de antemano, mucho antes incluso de que se publicitase la oposición en el tablón del ayuntamiento de marras. Él, que conoce mi debilidad por justificar (sic.) los actos impíos de la burocracia de la santa sangre funcionarial de este casto y patrio país – la cutre, no la profesional-, desbrozó de un plumazo todos esos pensamientos retóricos o confusos que hubieran complicado innecesariamente la arenga de dos que mantenía consigo mismo, conmigo, y con su hijo, también de cuerpo presente. Con su mirada el hombre me rogaba, me suplicaba que le creyera, afirmaba que los del tribunal, los muy “mamones”, habían utilizado el test sicológico para poder echar con dignidad a su hijo del proceso selectivo, porque de otra manera no lo hubieran logrado.

Yo le creí. Vamos, que yo le creo.

¡Coño! ¡Claro que le creo!

Hace unos veinticinco años, más o menos, a otro mozalbete de la misma edad que el hijo de mi amigo le ocurrió algo similar (para los poco perspicaces algún día revelaré de quien se trata).

Os cuento (muy de soslayo):

En cierto pueblo del sur de la provincia de Cádiz, un pueblo mediano de población pero grande en extensión e historia, se ofertaron unas plazas de policía local, más de diez. Este opositor se estuvo preparando mucho, pero que mucho mucho, para conseguir una de esas plazas. Él vivía en una pedanía, a unos quince kilómetros del pueblo; residía allí, aunque no era vecino. Aprovechando que de las materias que se estudiaban para la oposición, los test psicotécnicos se le daban especialmente bien, el susodicho empezó a preparar a opositores en estos ejercicios, a cambio de que le pagaran el gimnasio y las clases teóricas en una academia. “Pelao” que estaba el pobre.

Al llegar las oposiciones todo pintaba muy, pero que muy bien…

Primera fase de la selección, las pruebas físicas: Dominadas… ¡superada con creces! Velocidad… ¡como un rayo! Longitud… ¡ni Yago Lamela, en paz descanse! INCISO: compañero de oposición falla en el primer salto, hijo de un importante vecino del pueblo (bueno, bueno, importante importante… ya sabemos que en los pueblos el baremo por el que se mide la importancia de un “vecino” es un poco especial… ). Todos los camaradas se quedan a apoyarle. Nuestro protagonista cuenta que el muchacho, en su segundo intento, cogió carrerilla y corre que te corre que corrió y ¡pum!, hostión tremendo… todos quedaron cabizbajos porque fue evidente que había pisado la raya y no había llegado a la marca del aprobado… Pero… ¡oh! ¡oh! ¡milagro! ¡qué sí que había aprobado! ¡qué sí! ¡qué sí! ¡Qué lo que ellos presenciaron fue un auténtico milagro! Oye, que susto se llevó el pobre muchacho, ¿qué no? Altura… ¡Bah! ¡Sobresaliente! Resistencia… ¡dos kilómetros en apenas siete minutos y seis segundos, marca personal!

Segunda fase de la selección, test psicotécnicos: ¡Chupado! Los ejercicios eran los mismos, mismitos, mismísimos, que habían repetido una y otra y otra y otra vez en la academia (ubicada en el centro del pueblo, y regentada por un concejal de ese mismo ayuntamiento). INCISO: El examen era tipo test y para preservar el anonimato de los opositores no se ponía el nombre. Los impresos tenían una numeración que ya venía asignada por defecto. Lo curioso es que le hicieron poner a todos, en un margen de la hoja, su dirección de residencia y de origen… raro raro raro…

A partir de aquí lo trágico de la historia.

Al día siguiente de la prueba del psicotécnico, este otro mozalbete de la misma edad que el hijo de mi amigo, llamó a la comisaría de la policía para preguntar cuando se celebraba el último de los exámenes de la oposición, el teórico. Él daba por supuesto que había aprobado. ¡Pues no! El policía que le cogió el teléfono le aseguraba que no aparecía su nombre en la lista de los convocados a la siguiente prueba, y que por lo tanto estaba ya fuera de la selección. (Me guardaré de describir la sensación de pesadumbre de nuestro protagonista, ¡”pa” qué!) Éste, ni corto ni perezoso, tras revisar su examen y asegurarse de que estaba perfecto (por mucho que en el test de inteligencia estuviera escrito “no apto”), pide que sea el tribunal quien revise el examen. ¡Petición aceptada!, es de ley que así sea. Tras unos minutos de espera le llaman a reunión. Ya está revisado el examen y resuelta la petición.

Lo que ocurrió dentro, ¡de traca!, como dicen mis vecinos valencianos.

En la sala cinco personas, además del interesado: dos psicólogas muy jóvenes, ¡el concejal! dueño de la academia, el jefe de la policía local y otro señor que no conocía de nada. Después de un rato de cuchichear entre ellos, una de las señoritas dice exactamente esto: “ Sr. ‘Mengano’, el fin de esta prueba es descartar de entre todos los candidatos que se presentan, a aquellos que no cumplen los requisitos intelectuales que se piden para el puesto de policía local. Y usted, sintiéndolo mucho, no cumple esos requisitos”. A lo que la otra psicóloga, luego de ver la reacción de incredulidad y aprensión (¡por Dios, qué era un test de inteligencia y estaba perfecto!) apostilla: “En este tipo de trabajos no conviene que el sujeto en sí sea ni muy tonto, ni muy inteligente. Lo que estamos buscando son personas que rocen (sic.) la normalidad…”

 Después algunos todavía tienen los santos cojones de preguntarse por qué España está como está…

3 comentarios en «El tiempo pasa pasa, y las cosas siguen igual igual…»

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