9 de mayo de 2024

Si la verdadera razón de escribir este artículo es postularme del lado de aquellos que aseguran que en nuestra sociedad la felicidad es una nada efímera y cuestionable, es algo que no quiero saber. Dejemos que en esta ocasión sea mi subconsciente el que dirija el cotarro. A principios de este año, la mayoría de expertos en materia de análisis social y político señalaban las elecciones de Estados Unidos y la polarización de sus urnas, la guerra de Ucrania en Europa oriental y la de Hamás e Israel en Gaza, la presión de China sobre Taiwán y la pérdida de confianza del mundo “civilizado” en las instituciones democráticas como las cuestiones que iban a tener un mayor impacto a lo largo de los próximos meses en la sociedad global. Muchos de esos expertos dejaban entrever en sus conclusiones que la falta de un horizonte despejado se debía a la naturaleza humana, a su manía de herir, vejar o atravesarse sin miramientos en el camino ajeno.
Ya decía el gran Pessoa que el mundo era de quien no sentía, que la condición esencial para ser un hombre práctico era la ausencia de sensibilidad y que la cualidad principal en la práctica de la vida era la que conducía a la voluntad. Razón no le faltaba al portugués pero, más allá de las diatribas de la vida contemplativa de esos genios de antaño, su afirmación resuena con una preocupante relevancia en nuestra sociedad contemporánea. La falta de empatía, la obsesión con el éxito y la competencia desenfrenada han convertido las metas y ambiciones de unos muchos en las desternillantes candilejas de otros pocos. También nos hemos acostumbrado a cotejar nuestro sufrimiento con el de los demás, dándole más importancia al que dirán que al propio bienestar. Esta falta de conexión emocional con uno mismo y con los demás no solo deshumaniza nuestras interacciones, sino que también socava los cimientos de una sociedad cohesionada y solidaria. Así nos va…

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