3 de mayo de 2024

Hay algún que otro difamador convencido de que es fundamental para que un escritor prospere en su oficio repudiar las obras que escribió en el pasado… ¡vamos!, desdeñar su pasado en pos de un futuro mejor. Hablo de esos cantamañanas que, con la única intención de demostrar a todo el mundo lo cultos que son, se las apañan en el turno de preguntas de un acto para iniciar una diatriba, sin venir a cuento, contra el escritor de marras. Hace muy poco estuve en la presentación de un poemario de una escritora murciana. Allí, entre los asistentes, se encontraba uno de estos individuos (individua) a los que hago referencia. Cuando llegó para el público el momento de las preguntas, este personaje, ya entrado en los cincuenta calculo, se levantó, pidió el micrófono, sacó de una carpeta un montón de folios mecanografiados, y empezó a recordarle a la homenajeada algunas reglas de ortografía y gramática de la Real Academia Española, le comparó con tono despectivo sus versos con los de Calderón de la Barca, y para terminar le aseguró, con la osadía que le daba la ignorancia, que para hacer buenos versos un poeta debe repudiar los que ya hizo.

Y se quedó tan ancha.

Yo, como padre orgulloso de mis obras, y en solidaridad con esta poetisa y con los millones de millones de millones de seres imperfectos que poblamos la tierra, os dejo un extracto de uno de mis últimos trabajos publicados, “El Cementerio de la Alegría”, una novela que, lejos de enterrarla en el olvido, la tendré en mi corazón siempre (y en la memoria, el tiempo que me permita la cordura)…

« (…) Deambulé en la oscuridad de los pasillos, sin advertir nada fuera de lo normal a esas horas de la noche. Las puertas de los módulos estaban cerradas o entornadas, y las enfermeras que quedaban de guardia dormitaban sentadas al final de cada corredor. Apenas se escuchaba otro sonido en toda la planta que no fuera el estrépito cacareado de Pierre.

Al final de uno de los corredores que daban a la calle, justo antes de la sala principal que hacía las veces de recibidor, vi una luz tenue escaparse de una pequeña ventana. Me dirigí hacia allí, inquieto por el cansancio y el aburrimiento. Hubiese sido más fácil abrir un poco la puerta que enmarcaba ese halo de claridad y asomarme con disimulo, pero decidí colgarme del resquicio de la ventanita y echar desde allí un vistazo. La habitación estaba toda forrada de madera, hasta el techo. No había más muebles que una vieja mesa de roble y dos sillones de terciopelo marrón desgastado hasta la vagancia. Una bombilla con decenas de mosquitos estrellados era lo que completaba la escena. No había ni un solo signo de intranquilidad.

Seguí curioseando.

Entré en la capilla del hospital. Aquella sala era especialmente tenebrosa. Al Cristo Cautivo le acompañaba una docena y media de cucarachas más grandes que la palma de mi mano. Mientras una mitad de ellas correteaba de arriba abajo por el dorado manto de la estatua, sin parar; las otras se hallaban quietas, delante de un pedestal de mármol, dirigiendo las alabanzas que allí, a modo de oración, proclamaban al Hijo de Dios. Leí en voz alta:

“Cristo Cautivo,

que tras espinas de amor entregas tu alma,

libera mis penas,

perdona mis faltas.

 

Jesús,

perfumado de gracia divina,

hijo del Dios único y salve,

escucha mi lastre perdido,

mi llanto, mi fe, mi dicha

escucha mi triste camino,

libra de mí la falsa palabra,

el comento, el engaño.

 

Salve Dios tu hijo,

porque cautivo mira al mundo con amor,

porque el amor es su mundo cautivo,

porque su sentencia de muerte

nos libra del pecado.

 

Cristo Cautivo,

que tras espinas de amor entregas tu alma,

perdona mis penas,

liberas mis faltas.”

Me quedé un rato pensativo, mirando a los ojos de la imagen. Se me ocurrió pensar que a lo mejor esa plegaria la había escrito mi padre, el poeta. La inspiración divina no sólo fabrica salmos o utiliza las metáforas para decidir la verdad que más conviene a los miedos de los mortales, también destruye mentiras con las que puedan naufragar y sentir la debilidad de sus espíritus los mensajeros de Dios; yo a sabiendas de estar pecando, me sentí orgulloso de ser egoísta y creerme un privilegiado que podía poseer para mí solo todo el deleite de la creación. Sonreí. (…) »

El Cementerio de la Alegría (Martínez Roca, Planeta, 2012)

 

 

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