27 de julio de 2024

El chico se llamaba Paris, como la capital de Francia, pero sin acento. Era pastor y ¿qué se supone que había podía haber hecho un “pastor” para ganarse esa fama de justo juez? En realidad, nada. Zeus solo quería quitarse el marrón de encima y para ello eligió a este hombre cuya vida podemos compararla con la de Moisés o Rómulo y Remo (cosa de los mitos y cuentos antiguos, hay estructuras que se repiten como advirtió el famoso antropólogo y lingüista Vladimír Propp en su “Morfología del Cuento”). Lo que tienen en común estos personajes mitológicos es que son niños abandonados, niños expuestos.
Paris no era hijo de pastores, sino de reyes, los reyes de la infranqueable ciudad de Troya. Fue abandonado por sus padres nada más nacer a causa de un sueño. La antigüedad está plagada de estas cosas: sueños premonitorios, oráculos, cartas natales, etc., que determinaban el destino de las personas y como podréis imaginar a una buena historia no le podía faltar estos ingredientes. La madre de Paris, Hécuba, estando embarazada soñó que daba a luz una antorcha ardiente. Ella y su padre, Príamo, preguntaron a un vidente llamado Ésaco el significado del sueño y, poniéndose en modo apocalíptico, les profetizó la destrucción de todo lo que conocían (y no le faltó razón al hombre). Con buen criterio y con mucho dolor los padres decidieron deshacerse de la criatura y para ello contaron con la ayuda de un siervo de la corte, un pastor de buen corazón llamado Agelao. Le encargaron que se deshiciera del bebé en un monte cercano, que lo matara hablando claro. Pero el pastor se apiadó del niño y no pudo terminar con su vida, lo dejó allí a la intemperie, esperando que las bestias del bosque hicieran el trabajo. Volvió a Palacio y les enseñó a los preocupados padres una lengua de perro, asegurándoles que era de su hijo y que el problema había desaparecido, pero no fue así. Una osa se había encargado de la supervivencia del pequeño, amamantándolo y dándole calor. El pastor, muerto de curiosidad, volvió nueve días más tarde y se asombró de ver al niño aún vivo, lo tomó como una señal y decidió adoptarlo como hijo. Lo metió en una mochila (pēra en griego: de donde saldría su nombre: Paris) y lo crio como hijo propio. Por cierto, ¿no os recuerda a nada esta historia? Yo desde que empecé a escribir no me quito de la cabeza la escena de Blancanieves y el Cazador. Seguramente los hermanos Grimm tuvieron presente este episodio mitológico para el famoso cuento.
Paris se crio fuerte, hermoso y sobre todo valiente. Desde niño se mostró diferente a sus congéneres hasta el punto de ganarse el sobrenombre de Alejandro que literalmente significa “el protector de hombres”. Fue por una hazaña que protagonizó siendo apenas un adolescente. Él solo derrotó a una banda de ladrones de ganado y recuperó los animales robados y se los devolvió a sus propietarios.
También se alzó con varios premios en el entrenamiento de toros de lucha. Una actividad lúdica y en la que las apuestas estaban garantizadas. Consistía en enfrentar toros entre sí, pero para ello había que entrenar a estos impredecibles animales. Y Paris destacó en este menester, pues su toro empezó a ganar todas las competiciones. No se libró de la fanfarronería que la fama y la belleza otorga y ofreció una corona de oro a quien lo derrotara. Fue el mismo dios de la guerra, Ares, quien recogió el guante y se transformó en un toro. Y como podréis intuir ganó el concurso, para eso es un dios. Paris ofreció la corona inmediatamente a Ares, haciendo gala de su honestidad y buen juicio. Con lo que se supone que se ganó la fama entre los dioses de hombre justo y cabal. Aunque lo de cabal, cabal… Ya veremos que hasta el más pintado puede perder la cabeza por amor.

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