
En tiempos de inteligencia artificial (IA), nunca ha sido tan urgente volver la mirada a nuestra inteligencia más antigua, la natural (IN). ¿No has caído en la cuenta de que ya nadie habla de la inteligencia natural? Resulta intrigante y hasta sospechoso.
¿Qué ha pasado con la memoria, con el conocimiento de verdad, con el pensamiento crítico, con la creatividad, con el humor inteligente…? Esos eran los músculos del cerebro, nuestras mejores herramientas, y parece que ahora nos sobran. Han pasado a ser trastos viejos que ya no hacen falta, porque, total, Google, Alexa, las redes sociales y las plataformas de IA nos dan respuesta a todo.
Pero ojo, porque todo esto tiene truco. El pensamiento es al cerebro, lo que el ejercicio físico es al cuerpo. Así, tal cual. Y todos sabemos lo que pasa cuando dejamos de movernos: que si debilidad muscular, que si fatiga constante, que si la flexibilidad brilla por su ausencia… y para rematar, venga, a meterle al cuerpo calorías vacías, en lugar de algo que alimente de verdad. Pues al cerebro le pasa igual. Si no lo trabajas, si no lo alimentas con ideas, retos, reflexiones… se atrofia. Se apaga. Pierde la chispa. Y lo peor es que ni te enteras. Un día te descubres incapaz de hilar dos ideas seguidas o de recordar lo que leíste hace media hora, y piensas que es normal, que es la vida moderna.
Mientras tanto, los dueños de la tecnología están encantados porque conseguir adictos y manipularlos nunca había sido tan fácil.
Esto no es un alegato contra la inteligencia artificial (IA). Tampoco se trata de ir en contra de nadie. Es una necesidad. Una llamada interna a recordar quiénes somos y de dónde venimos. Porque, aunque no lo parezca, el destino del ser humano nunca estuvo marcado por sus habilidades tecnológicas, sino por algo mucho más profundo y esencial.
Durante el 90% de nuestra existencia, no tuvimos grandes herramientas ni cuerpos diseñados para la supervivencia. Éramos una especie, frágil y diminuta, sin garras, sin velocidad, sin fuerza física destacable. Y, aun así… dominamos la sabana, nos adaptamos y prosperamos. No lo hicimos gracias a una mente calculadora. Lo hicimos guiados por nuestras emociones. Fue la adrenalina la que nos impulsó a correr; el miedo, a protegernos; el amor, a cuidar de los nuestros; la curiosidad, a explorar; y la esperanza, a soñar con un mañana mejor.
Esa fuerza, esa inteligencia emocional y múltiple, es el verdadero tesoro milenario que llevamos dentro. Una herencia profunda y versátil que nos ha permitido filosofar, crear arte, escribir poesía, diseñar mundos imaginarios y sobreponernos a las peores adversidades. Es la inteligencia natural la que nos ha hecho humanos, la que ha dado sentido a nuestra existencia. No está medida en cifras, ni reducida a algoritmos; es compleja, diversa, libre y, sobre todo, profundamente humana.
En 1983, Howard Gardner rompió con la visión reduccionista de la inteligencia al hablar de las inteligencias múltiples: kinestésica, lingüística, interpersonal, intrapersonal, musical, naturalista, espacial… Una riqueza infinita, irreductible a un simple coeficiente intelectual. Y poco después, Salovey y Mayer dieron nombre a la inteligencia emocional, esa brújula interna que guía nuestras decisiones más importantes.
Pero hoy, mientras el mundo se deslumbra con la inteligencia artificial, parece que esa inteligencia natural queda relegada a un segundo plano. Nos dejamos llevar por el mito del progreso absoluto, fascinados por algoritmos que prometen solucionarlo todo. Cedemos datos biométricos por un puñado de criptomonedas, permitimos que se nos clasifique y etiquete en función de nuestros intereses de compra, y poco a poco nos acostumbramos a pensar lo mínimo y recibirlo todo hecho. ¿Hasta dónde nos llevará esta dejación de nuestra propia humanidad? ¿Qué ocurrirá el día en que necesitemos de nuestras capacidades emocionales y cognitivas reales y descubramos que están atrofiadas?
No hemos llegado hasta aquí gracias a la inteligencia artificial, sino a esa inteligencia natural que nos conecta con nuestra esencia y nos hace profundamente libres. Gracias a ella, hemos superado fracasos, adaptado nuestras vidas a circunstancias cambiantes, perseguido sueños y encontrado un propósito. Gracias a ella, hemos aprendido a amar, a convivir, a imaginar futuros mejores y a dar sentido a nuestra existencia. Sin inteligencia natural, no hay libertad. No hay amor. No hay felicidad. Es la única capaz de hacernos crecer como individuos y como sociedad, capaz de liberarnos del pensamiento impuesto y devolvernos la fuerza interior para crear nuestras propias vidas.
Hoy, más que nunca, cuidar y fortalecer nuestra inteligencia natural es una prioridad vital. No podemos cederla a la automatización. No podemos permitir que el algoritmo defina nuestras decisiones más humanas. Porque en tu interior, en cada uno de nosotros, habita una energía ancestral, viajera del polvo de las estrellas, que ha dado forma a nuestra vida desde el principio de los tiempos. Una fuerza única y poderosa que no solo te ayuda a encontrarte a ti mismo, sino a crearte a ti mismo, como dijo Bernard Shaw:
«La vida no se trata de encontrarte a ti mismo. La vida consiste en crearte a ti mismo»
Nunca olvides quién eres. Nunca olvides el poder que habita en tu inteligencia natural.

Joaquín Rández Ramos (Tudela – 1962). Escritor, conferenciante y divulgador. Autor del libro “Un viaje hacia el significado y propósito de tu vida”. Le gusta pensar y reflexionar sobre nuestra realidad. Amante de la naturaleza y de los animales.