30 de abril de 2024

Ayer, cosas de la literatura, me encontré sin pretenderlo con una parábola estupenda. Andaba yo ordenando un poco mi despacho por la mañana, cuando vi en una de las estanterías el lomo ajado y viejo de un librito que ya casi tenía olvidado: La Eterna sonrisa, el cuento del escritor sueco Pär Fabien Lagerkvist (premio nobel de literatura de 1951). En esta historia, la reina y gobernanta de la humanidad no es otra que la muerte, con su sonrisa eterna y perpetua. Los protagonistas son los muertos que, en un intento por armonizar sus recuerdos, se dedican a contarse unos a otros su existencia de cuando eran seres vivos, la mayoría de las veces vidas sin muchos alicientes. Al leerlo uno se da cuenta de lo frágil que es la hipocresía de aquellos “benditos” que nunca cometen pecados, o de lo estúpido que resulta sentirse hastiado, preocupado o mísero, cuando se tiene lo necesario para intentar no ser infeliz en la vida, o de lo ridículo que es creerse mejor o más rico que el prójimo, o de la suficiencia de la muerte sobre la vida.

Me vino de perlas recordar esta obra de Lagerkvist horas después, ya en casa, después de un día de buena comida y mejor compañía, para poder digerir sin demasiadas regurgitaciones las noticias machacantes que casi todas las cadenas de televisión daban, cada una a su manera, sobre los «tantos y tantos bienaventurados» y los «tantos y tantos crispados» que pueblan en estos días nuestro santo reino… que Dios o Tries me perdone, pero que coñazo de coñazos, ¡ni en campaña descansan!, unos dando «banderazos» y otros cortando «banderolas»; ¡así no hay quien cante a gusto una siesta con Sabina o una saeta con Poveda!; ¡con lo fácil que es respetar y cagarse los unos a los otros en paz!,… ¡ups!, quiero decir… amarse los unos a los otros en paz… como buenos hermanos y hermanas que somos todos… todos toditos todos…

 

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