El tiempo pasa y pasa y no nos damos cuenta. Ya hace más de trece años de aquel brote letal de “E. coli” en Alemania, que se achacó injustamente a los pepinos españoles. ¿Se acuerdan? 2011… el brote del síndrome urémico hemolítico… la bacteria Escherichia coli… al menos 53 personas murieron en Alemania y más de un millar se infectaron… ¿no? ¿Lo recuerdan?
El fin de semana pasado conocí a Manu, un almeriense que por aquel entonces regentaba una pequeña empresa de distribución de productos hortofrutícolas. Su empresa se arruinó al no poder cobrar cuatro camiones que envió a Alemania repletos de pepinos; los importadores simplemente alegaron que ya no querían la mercancía. Manu no pudo colocarla en otro mercado de Alemania o Centroeuropa, ni siquiera en uno secundario, y no le salía a cuenta traerla de vuelta a España. Para él, no hubo ningún tipo de compensación económica.
Cuando saltó la noticia y se supo que la enfermedad no provenía del pepino español, yo ya predije que no pasaría absolutamente nada, que solo nos limitaríamos a desahogarnos en el muro de Facebook y en el otrora Twitter, despotricando contra los alemanes y la Alemania federal. Muchas familias estaban más que fastidiadas con esa salida de tono de la señora ministra de Sanidad alemana de nombre tan poco castizo, y creía entonces, tal como lo creo ahora, que ni las disculpas ni los apuros diplomáticos de nuestros ministros eran suficientes para los agricultores y comerciantes españoles. Esperaba que los políticos de este santo país nuestro, España, rearmarían de una puñetera vez sus discursos y defenderían a nuestros agricultores y exportadores, y que pedirían, ¡exigirían!, una compensación económica para todos ellos por todo el daño y mal fario que habían sembrado en los mercados europeos. Y conste que sé de lo que hablo: durante más de diez años trabajé en una exportadora de pimientos, calabacines y alcachofas, y vi en más de una ocasión cómo nuestros vecinos ricos, los franceses, aprovechaban cualquier rumor para saquear sin compasión a los exportadores. Y como, en un alarde de simbiosis palaciega, estos mismos exportadores saqueados se convertían de pronto en míseros “Harpagones”, el avaro de Molière, para sus productores, transportistas y trabajadores.
En fin.
Parece mentira, pero todavía, trece años después, con sus veranos, otoños, inviernos y primaveras, hay negocios, personas, familias, que aún sufren las consecuencias de aquella historia de pepinos, bacterias y disculpas insuficientes… o sino que se le pregunten a Manu
Jose Antonio Castro Cebrián (Chipiona – 1974) Escritor y autor de las novelas “La Última Confesión” y “El Cementerio de la Alegría”, así como de los poemarios “Algazara” o “Anomia”, entre otras obras.
Dirige la Jungla.