
Fueron las súplicas de Mirrina las que lo hicieron volver a aquel lugar. No tenía ningún interés, no quería encontrar los restos descompuestos de un bebé indefenso y sentirse tanto o más culpable que el día que lo dejó allí: dormido en su manta del color de las uvas. Se acercó despacio, pisando el follaje como si de esponjosas nubes se tratara. No vio nada donde se suponía que había abandonado al pequeño: el árbol del plátano que sobresalía en medio de un pequeño claro en el bosque. El estómago ascendió por su garganta; tenía un presentimiento, pero no sabía cuál era su sentido. Se sentó con la frustración latiendo en sus manos. El niño no estaba. Dejó la mente en blanco y se dedicó a respirar profundamente el olor a hierba mojada, a las flores que comenzaban a abrirse, a romero, a los pinos; a escuchar el río, la brisa y a parar su corazón. Un berreo primero como un leve suspiro, después como un fuerte estruendo, visitó sus oídos. Dio un brinco y siguió aquellas ondas imperceptibles que viajaban a través del éter. Llegó a la cueva cercana de la que provenían aquellos llantos que ya se habían extinguido y se maravilló al contemplar una escena increíble: una osa recostada amamantaba a sus oseznos y entre ellos a un niño. Con la prudencia del cazador, se acercó a aquel animal que, al contrario de lo que Agelao creía, se mantuvo sereno y tranquilo. Fue un momento, solo cuando sus miradas se cruzaron, que pensó que debajo de aquel ser enorme, peludo y fiero existía un brillo humano. No se movió cuando despegó al recién nacido de su teta. Ni siquiera emitió alguna señal de disconformidad cuando él se acercó a sus retoños. Parecía como si aquella escena debiera ocurrir así y estuviera pintada en las estrellas eones antes. El pequeño estaba completamente desnudo, y al apartarlo del calor del animal, el niño comenzó a tiritar, así que lo metió en la bolsa que llevaba a su espalda, que era de cuero. Con un ademán de cabeza se despidió de la extraña nodriza. El animal le devolvió con sus ojos marrones y enormes el saludo. Salió pensando en la alegría que se llevaría su mujer. En el camino de vuelta encontró también la pequeña manta con la que lo envolvió la misma Hécuba el día que lo expuso.
—¿Has hecho lo que te ordené? —le espetó Príamo unos días después de que recibiera su encargo.
—Sí, señor.
—¿Y dónde está la prueba?
—No me dijo que necesitara prueba alguna.
—Pues la necesito.
Una prueba de que había matado a aquel ser inerme. ¿De dónde la sacaría?
—No se preocupe, señor.
Al día siguiente le entregó a Príamo en una cajita de plata la lengua de un perrito.
—Aquí tiene, señor, la prueba que me pidió. Es de su hijo. He tenido que profanar el cadáver.
El rostro de Príamo se ensombreció y solo entonces entendió lo que había hecho. Había matado a un ser indefenso, a su hijo, y todo por las predicciones inanes de un sueño. Y las lágrimas le cubrieron el rostro y los años se apoderaron de él. Decidió que, aunque su cuerpo ya no existiera, su alma y su nombre serían inmortales mientras quedara un troyano vivo; lo que nunca sabría Príamo es que Paris sería eterno. Instauró aquellos juegos para salvaguardar la memoria de su hijo muerto, y durante casi veinte años se han celebrado puntualmente. Aunque el motivo de su muerte jamás salió a la luz.
—Venga, padre, hágalo por mí. Dígaselo al rey. Nuestra vacada es extraordinaria; se merece que sea reconocida.
Los ojos de Paris acompañan a la inflexión suplicante de su voz. Agelao comienza a sucumbir; no puede resistirse a la mirada tierna del que ha criado como hijo propio.
—Se lo diré.
Mirrina siente una punzada en el corazón, casi como un rayo que la parte en dos. Por un lado, quiere ver a su hijo contento, por el otro intuye que quizá lo pierda para siempre. Paris siempre ha destacado entre los demás jóvenes por su porte, por su gallardía, por su destreza… En nada parece un simple pastor; su figura es la de un rey. Mirrina, igual que Agelao, teme que participe en la lidia anual. Sabe que lo hará, que su destino se acerca, que se cumplirá el vaticinio que le proporcionó el sacerdote el día que lo llevó al templo de Apolo para que le confeccionaran su carta natalicia. También intuye que Paris sabe la verdad.
Paris decide no hablar, no contar lo que sabe desde hace unos días. Ahora se da cuenta, aunque no haya nacido de las entrañas de Mirrina, ni de la semilla de Agelao, ellos son sus padres: los que lo han cuidado durante casi veinte años, los que le han dado todos los caprichos que se han podido permitir, los que lo han amado, y comienza a aplacar esa rabia que parecía que le carcomía el corazón. Y por fin… se siente en paz.
Al día siguiente, Agelao le pide a Príamo que contrate a su toro más famoso para los juegos fúnebres en honor a Alejandro. Príamo acepta. Lo que ninguno sabe es que el destino está cumpliendo sus designios; ha tardado más, pero lo que se debía de cumplir se cumplirá. Con un apretón de manos, los padres de Paris acaban de sellar el principio del fin.

María del Mar Carrillo García, licenciada en Filología Clásica e Hispánica, enseña latín, griego y cultura clásica en un instituto de Torrevieja. Colabora con la revista digital Zenda libros del XL Semanal, escribe para El Ababol y ha sido finalista en un concurso de relato erótico. Autora de dos poemarios y una novela, «Hijas de Ilión». Participa en programas de radio, dirige ciclos sobre legado grecorromano y coordina la revista educativa «La Laguna Rosa».