
El domingo pasado leí en Zenda el artículo semanal que Víctor Morata publica en su Metadiario Bizarro. En esta ocasión, el escritor murciano convierte la idea fantástica de los horrocruxes de Harry Potter en una metáfora, muy íntima, sobre la escritura y la trascendencia. A través de recuerdos dispersos y objetos olvidados, concluye que sus verdaderos fragmentos de eternidad no están en las cosas que deja atrás, sino en las palabras que escribe. En cada relato deposita una parte de sí mismo, plenamente convencido de que solo quien es leído realmente perdura, aunque sea como un eco entre las páginas que otro abre mucho tiempo después. Y eso me hizo pensar. Mucho.
La vida del escritor es una vida plena, una suerte de desgracia autoimpuesta que poco tiene que ver con la complacencia. Thomas Mann dijo que «un escritor es alguien para quien escribir es más difícil que para otras personas». Muchas veces me he encontrado ante la disyuntiva de creerme un privilegiado por dedicarme a lo que me dedico, y de sentirme un desgraciado por no poder creérmelo del todo. Es, quizá, la conciencia metaliteraria del creador omnipotente: ese que se imagina libre de la realidad pero que, inevitablemente, convive con ella. El hambre y la enfermedad no perdonan a nadie.
Reconozco que hay un miedo en mí mucho más imperioso que la propia muerte: el de no dejar ni una mísera huella en este mundo, nada detrás del vacío. Y no hablo de la fama ni de los reconocimientos, sino de esa sospecha —íntima y visceral— de que un día desapareceré de un plumazo sin nada reseñable, sin haber sido capaz de modificar ni un mísero gramo de la historia. Un pensamiento pueril profundamente humano. Yo, como escritor, consciente de mi fugacidad, intento rebelarme contra ese destino. Busco ser recordado, aunque sea de una manera microscópica; aunque mi nombre se disuelva en la memoria y solo perdure una frase, una imagen, una idea. Creo que esa es la verdadera panacea de todo impulso creativo: la negación del olvido. Mientras alguien nos lea, mientras alguien piense en nosotros sin saberlo, seguiremos ahí, agazapados entre las líneas, respirando un poco más allá del tiempo que nos fue concedido por algún despiadado creador. ¿No es, al fin y al cabo, una idea romántica?
¿Y si, de haberlo, el antídoto contra ese miedo del que hablo no fuera tanto la permanencia o la trascendencia como la distancia en sí? Me explico… En el recientísimo y magnífico ensayo de David Nava Gutiérrez, Elogio de la distancia, de alguna manera se defiende el alejamiento como una forma de lucidez necesaria. Tomar distancia de todo lo vivido, de lo que nos duele o incluso de uno mismo, es mirar con otros ojos, distintos, algo que ya no nos pertenece; para nada es indiferencia o frialdad. Creo, y lo siento sinceramente así, que cierta lejanía respecto a la obra literaria es necesaria para reconocerse en ella. Tal vez la escritura trate de eso, de tomar distancia de la realidad para poder pertenecerle de otra manera. Es verdad que hay cierto sacrificio en el gesto de distanciarse —toda distancia implica pérdida, ¿no?—, pero la única forma de distinguir qué dejamos detrás es alejarse y, con suerte, comprender su contorno antes de que se borre. Pero que no se me malinterprete, nadie defiende aquí el aislamiento. Al contrario, se trata precisamente de reivindicar el silencio y la pausa en una época en la que el ruido y la velocidad se imponen. Entre la vida y la mirada es donde el pensamiento se asienta y la memoria adquiere forma. Cada vez estoy más seguro de que la escritura —que exige siempre, de una u otra manera, apartarse— se convierte en refugio y en resistencia; nos permite moldear el mundo en palabras y a través de ellas, regresar a él con una mirada más justa, más lenta, más humana. La distancia no nos salva del olvido, pero sí nos enseña a convivir con él.
Acaso, de un modo u otro, todos hacemos lo mismo que Víctor Morata, escondemos fragmentos de lo que somos en los lugares donde alguien pueda encontrarlos algún día. Algunos con palabras; otros, con gestos o silencios. Lo importante, al fin y al cabo, es que haya alguien dispuesto a mirar —o a leer— para que, por un instante, volvamos a existir.

Jose Antonio Castro Cebrián (Chipiona – 1974) Escritor y autor de las novelas “La Última Confesión” y “El Cementerio de la Alegría”, así como de los poemarios “Algazara” o “Anomia”, entre otras obras.
Dirige la Jungla.
