23 de noviembre de 2025

Pasó la fiesta importada y regresó el silencio del otoño: el de las castañas, el fuego y los recuerdos que ningún plástico puede imitar.

Foto de Ale Rodríguez


Ya ha pasado la noche de difuntos.
Los disfraces se guardaron en los cajones, las calabazas se han ido pudriendo en los balcones y las luces de neón de Halloween se han apagado hasta el próximo año.
Pero el otoño sigue aquí, tozudo y sereno, con ese aire húmedo que huele a madera mojada y a brasas dormidas. En las aldeas aún quedan rescoldos del magosto y, al pasar junto a una chimenea encendida, uno siente que el humo, más que subir al cielo, desciende hacia la memoria.
Hay un olor que anuncia el otoño antes que las hojas caigan: el de las castañas asadas.
Esa fragancia dulce, algo ahumada, se cuela entre las calles y nos recuerda que hay ritos que resisten, aunque cambie el calendario. Las brasas calientan las manos, las tiznan de negro y, por un instante, parece que el tiempo se ha detenido. Seguimos viviendo en un mundo que se mide por estaciones, no por pantallas.

El otoño gallego (y, en cierto modo, el de toda la cornisa cantábrica) tiene algo de frontera. No es solo una estación: es una pausa entre lo que fue y lo que vendrá. La tierra descansa, el día se acorta y los humanos, sin saber muy bien por qué, también buscamos recogernos.

Foto de Frans van Heerden


Tal vez por eso los antiguos celtas escogieron este momento del año para marcar el fin de su calendario. El Samaín (del gaélico Samhain, fin del verano) era una antigua fiesta del mundo celta que se celebraba en Irlanda, Gales, Bretaña y Galicia. Marcaba el paso del verano al invierno, del mundo de la luz al de la oscuridad. Cuando los emigrantes irlandeses llevaron su tradición a Estados Unidos en el siglo XIX, Samaín se fue transformando en lo que hoy conocemos como Halloween.
El Samaín esa fiesta que celebraba el final del verano y el comienzo del invierno, ha quedado atrás en el calendario, pero su eco aún resuena. Ya no se ven tantas calabazas talladas ni velas encendidas en las ventanas, pero el aire guarda un resto de misterio.
Dicen que, en la noche del 31 de octubre, las fronteras entre el mundo de los vivos y el de los muertos se abren, permitiendo que las almas crucen para visitar a los suyos. No había miedo en ello, sino respeto.
El Samaín no fue nunca una fiesta del susto, sino del recuerdo. Se dejaba la mesa puesta y el fuego encendido, por si algún ser querido regresaba con hambre de hogar.
Hoy, que la fecha ya ha pasado, quizá sea el momento de entender su sentido: no es tanto una celebración como una invitación a la memoria.
Un recordatorio de que seguimos formando parte del mismo ciclo que nuestros antepasados veneraban: nacer, crecer, apagarse, renacer.
La vida, al fin y al cabo, es eso: una sucesión de otoños.
En las aldeas, los druidas ya no recorren las casas pidiendo ofrendas para los espíritus, pero el fuego sigue siendo el centro de la vida.
El magosto mantiene ese hilo invisible con el pasado: reúne a los vecinos, mezcla el olor del vino nuevo con el de las castañas tostadas, y convierte el frío en excusa para estar juntos.
Las castañas, abiertas por el calor, parecen sonreír desde las brasas. Su piel se quema, pero el interior conserva dulzura: una metáfora perfecta de la vida misma.
Dicen que magosto viene de Magnus Ustus, «gran fuego», o de Magum Ustum, «fuego mágico». Y no cuesta creerlo. Porque cada hoguera que se enciende en noviembre es también una oración, una forma de decirle al invierno que aún no nos ha vencido.
Ya pasó Halloween, sí. Las redes se llenaron de disfraces, calaveras de plástico y telarañas de algodón. Los niños disfrutaron, y eso está bien.
Pero ahora que ha vuelto el silencio, vale la pena preguntarse: ¿qué nos queda cuando se apagan las luces?
Quizá el Samaín nos hablaba precisamente de eso: de lo que permanece cuando el ruido se apaga. Del vínculo con quienes vinieron antes, del respeto a la oscuridad, del fuego compartido en una noche fría.
Halloween, con toda su diversión, mira hacia fuera: hacia lo visible, lo decorativo, lo inmediato.

Foto de Johannes Plenio


El Samaín, en cambio, mira hacia dentro.
Nos recuerda que no todo lo oscuro es siniestro, que la muerte no es un tabú, sino una maestra, y que las historias que contaban nuestros abuelos tenían más poder que cualquier efecto especial.
Quizá por eso, ahora que noviembre avanza, el otoño se nos vuelve más introspectivo.
Las hojas ya no son ese estallido dorado del inicio, sino un manto húmedo que cubre los caminos. El paisaje se vuelve más sobrio, más honesto.
Y en esa desnudez, en ese dejar caer lo innecesario, hay una lección: lo esencial siempre sobrevive al invierno.

El Samaín ya ha pasado, pero su mensaje persiste en cada brasa del magosto que aún humea, en cada tarde que cae antes de las seis, en cada paseo entre castaños donde el aire huele a tierra vieja.
Quizá no necesitamos más fiestas, sino más conciencia de la que ya tenemos.
Porque cada otoño nos ofrece una oportunidad de reconectar con la tierra y con los nuestros, de entender que recordar también es una forma de vivir.
Así que, si te acercas a una hoguera tardía o encuentras a alguien asando las últimas castañas de la temporada, acércate sin prisa.
Pela una, aunque esté un poco fría, y deja que el sabor te devuelva al principio de noviembre, a esa noche de calabazas encendidas y cuentos de difuntos.
Y piensa que mientras existan rescoldos, la memoria seguirá viva. Porque el Samaín no se apaga con una fecha. Permanece en el humo, en el silencio y en la certeza de que somos parte de algo que empezó mucho antes de nosotros. El fuego se enfría, sí, pero la tierra guarda el calor.

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