
Durante décadas, a los hombres nos enseñaron que sentir demasiado era un lujo peligroso. Que llorar era cosa de débiles y que la vulnerabilidad debía guardarse en un cajón, como un calcetín desparejado que nadie se atreve a tirar. Nos educaron en la fortaleza inquebrantable como si fuera un manual de instrucciones pasado de generación en generación: «No preguntes, no dudes, no muestres miedo». Una especie de herencia emocional que nadie pidió, pero que todos recibimos envuelta en papel de «así son los hombres».
Y uno intenta seguir el guion. Porque para qué complicarse. Hasta que, claro, algo empieza a crujir por dentro. Ese engrane emocional que siempre giró obediente, silencioso, casi robótico, un día se detiene. O rechina. O suelta un sonido metálico que te obliga a levantar la vista. No es una avería: es un recordatorio. Ese engranaje pide aceite, pide un descanso, pide ser escuchado. La máquina sigue funcionando, sí, pero ya no engaña a nadie: necesita cuidados.
Y uno intenta seguir el guion, porque es lo que toca, porque es lo que vimos, porque nadie te enseña otra cosa. Vas tirando, como puedes, sin mucha queja y con el piloto automático encendido. Hasta que un día, sin pedir permiso, algo empieza a crujir por dentro. Es ese engrane emocional que llevaba años girando a disgusto, silencioso, casi resignado, que de pronto protesta. Rechina. Se traba. Te obliga a parar. Y ahí descubres que no es un fallo técnico: es un aviso. Ese engranaje (el tuyo) pide aceite, pide pausa, pide que lo mires de frente. La máquina sigue funcionando, sí, pero ahora se nota que hace esfuerzos, que necesita cuidados, que también se cansa. Que tú también te cansas. Y que, quizá por primera vez, no pasa nada por admitirlo.
Hoy esa armadura, que tanto veneramos, empieza a oxidarse. Lenta, humildemente, sin ceremonias, como se oxidan las cosas que nunca debieron ser de metal. Los hombres empiezan a hablar (con miedo, pero hablan) de ansiedad, de estrés, de agotamiento emocional. Algunos pasan por la puerta de la terapia como quien entra en un museo desconocido: mirando todo con pudor, con un respeto torpe, pero con hambre de algo distinto. Otros se atreven a reconocer, aunque sea en voz baja, que no siempre tienen todas las respuestas. Y sí, todavía hay quien hace chistes, quien se burla del hombre que «se pone sensiblón»; sin embargo, cada vez es más evidente que esa risa es solo un mecanismo de defensa contra un miedo que todos compartimos.
Porque el hombre que habla de lo que siente no es una amenaza: es un espejo. Y no todos estamos preparados para vernos tan de cerca.
Este cambio, que se cuela entre nosotros, no llega con fanfarria ni titulares; avanza como avanzan las raíces: por debajo, lento, firme, inevitable. Se insinúa en conversaciones con nuestros hijos, cuando ellos preguntan cosas para las que no tenemos respuestas inmediatas. Aparece en un café improvisado con un compañero de trabajo que dice algo que jamás imaginamos escuchar: «Estoy triste». En un libro que pone palabras exactas a un nudo en la garganta que llevábamos años arrastrando. En un mensaje, donde alguien, por fin, dice: «No puedo más».
La vulnerabilidad, ese viejo fantasma que tanto evitamos, está empezando a revelar su verdadera forma. Ya no es debilidad; es competencia. Es músculo emocional. Es un tipo de inteligencia que nos enseñaron a despreciar, cuando en realidad era la que más necesitábamos para sobrevivir. Y como todo músculo dormido, duele al despertarse, pero qué alivio da moverlo.
Ahora bien, lo paradójico y sorprendente (y aquí está el giro irónico que la vida parece disfrutar) es que esta revolución emocional no nació en la escuela ni en la mesa del domingo ni en un gran debate social. No: nació en las pantallas. En esas pequeñas ventanas que llevamos en el bolsillo y que nos devuelven versiones de nosotros mismos que no sabíamos mirar. Fueron los algoritmos (sí, esa palabra tan fría) los que descubrieron que lo que realmente nos detenía el dedo no eran las vidas perfectas, sino las grietas. Los errores. Las confesiones. Las historias en carne viva.
Un hombre desnudo emocionalmente tenía más impacto que mil hombres disfrazados de éxito. Y de pronto, sin planearlo, miles empezaron a mostrar fragmentos de humanidad genuina: el cansancio, la ruptura, la pérdida, el duelo, el miedo, la torpeza, la duda. Y descubrimos el gran secreto: la vulnerabilidad engancha porque es real. Todos la sentimos, pero no todos nos atrevemos a mostrarla.
Incluso en redes profesionales (esos templos del currículum en carne y traje) apareció la grieta. La gente dejó de hablar solo del ascenso y empezó a hablar de la caída. De la renuncia. Del vacío. Y qué curioso: eso generó más conexión que cualquier logro brillante. Tal vez porque, en el fondo, todos sabemos que la perfección es una mentira muy cara de mantener.
Pero no nos engañemos: no todo es un camino despejado. La vieja armadura sigue ahí, colgada de la silla, tentándonos. La presión social, el miedo a perder estatus, el eco de esa frase maldita («un hombre no hace eso») siguen susurrando en el fondo de la cabeza como un software desactualizado. Y mientras algunos logramos aflojar un poco los tornillos de los engranajes oxidados, otros siguen atrapados en el ruido viejo, incapaces de avanzar no por falta de valor, sino por falta de permiso.
Porque ese es el gran desafío: sentir no es difícil; lo difícil es sentirse autorizado a sentir. Nos enseñaron a huir de nuestras emociones como si fueran incendios, cuando en realidad eran señales de emergencia. Luz roja. Parpadeo. Revisa el motor.
Y, aun así, algo se está moviendo. Algo profundo. Cada vez se abren más espacios donde los hombres pueden hablar sin disfraz. Gimnasios donde la conversación va más allá de las repeticiones. Bares donde ya no se bebe solo para olvidar, sino para aflojar la lengua y decir aquello que cuesta. Grupos de amigos donde el humor sigue, sí, pero la coraza se fisura un poco. Y en cada fisura hay un hombre respirando mejor.
La salud mental masculina dejó de ser un tabú por imperiosa necesidad, porque no abordarla empezó a pasar factura. Demasiadas vidas rotas, demasiados silencios que explotan tarde. La valentía ya no está en aguantar; está en soltar. En admitir que no podemos con todo. Que no somos máquinas, aunque durante demasiado tiempo nos lo creímos.
Quizá no sea el heroísmo de ese hombre que jamás se rompe, pero es un heroísmo más honesto, más maduro, más nuestro. Y, en esta jungla de letras donde los engranajes chirrían igual que los corazones, tal vez ese sea el gesto más radical que podemos hacer: abrirnos. Mirar hacia dentro. Reconocer que sentir no es una amenaza, sino un acto de supervivencia.
Esta es la última frontera, la más íntima y la más postergada: la de permitirnos ser humanos sin pedir disculpas. La de quitarnos la armadura, aunque el mundo siga esperando que la llevemos puesta. La de mirar nuestras grietas no con vergüenza, sino con la dignidad de quien sabe que ahí es donde entra la luz.
Ojalá llegue el día en que un hombre diciendo «estoy triste» no genere incomodidad, sino cercanía. El día en que la vulnerabilidad no sea noticia, sino costumbre. El día en que nuestros engranajes internos, por fin bien engrasados, giren sin chirriar porque hemos aprendido a escucharlos antes de que se rompan.
Hasta entonces, sigamos desmontando esta maquinaria vieja. Sigamos aflojando tornillos, revisando piezas, preguntándonos qué sentimos, aunque no sepamos contestar. Porque en ese gesto pequeño y valiente está la verdadera modernidad: un hombre que se reconoce humano.
Y créeme: ahí empieza todo.

Joaquín Rández Ramos (Tudela – 1962). Escritor, conferenciante y divulgador. Autor del libro “Un viaje hacia el significado y propósito de tu vida”. Le gusta pensar y reflexionar sobre nuestra realidad. Amante de la naturaleza y de los animales.
