18 de octubre de 2025
© Fernando Romera

Hoy nos visita en la Jungla el escritor Fernando Romera para hablar, entre otras cosas, sobre su último poemario, La lógica del árbol que albergó a las aves:

«”La lógica del árbol que albergó a las aves” es una escritura que habita la frontera entre lo íntimo y lo sagrado. Un poemario que recorre la fragilidad de los gestos cotidianos —encender una lamparilla, vestir al padre, sentarse a la mesa— y se abre después a la vastedad de lo cósmico: los astros, las aves, la música que sostiene el mundo.

Fernando Romera alumbra aquí una voz que nombra lo efímero y lo convierte en revelación. Una voz que no teme a la muerte ni al silencio, que interroga la materia y encuentra en ella un destello de lo eterno. Los poemas se detienen en lo frágil, en lo que se pierde, pero también en aquello que persiste: la memoria, el amor, la belleza.

No hay consuelo fácil ni artificio: hay una respiración que enlaza lo humano con lo universal, un lenguaje que revela lo invisible en lo tangible, que transforma lo cotidiano en epifanía. Este libro no es un refugio, pero sí un lugar: donde lo que muere convive con lo que aún tiembla, respira y nos recuerda que estamos vivos».

Pregunta: La lógica del árbol que albergó a las aves parece situarse en ese punto de encuentro entre la intimidad del ser y la vastedad del cosmos, entre lo inmediato y lo eterno. ¿Cómo nace este libro y qué necesidad interior lo impulsa a escribirlo?
Respuesta: Creo que cualquier hombre está a medio camino entre esa vastedad del universo y la experiencia de lo cotidiano. Participamos de algo mucho más grande que nosotros pero, al mismo tiempo, formamos parte de la misma materia que un gorrión o que un insecto. Y lo más emocionante de todo ello es que somos capaces, desde nuestra fragilidad, de darnos cuenta, de imaginar algo que no hemos visto nunca como una galaxia y de compartir, al mismo tiempo, el hambre de un ave en la nieve. Somos seres verdaderamente extraños, los hombres. Lo que siempre he percibido es que parecemos flotar en esa indecisión de ser algo más que seres materiales o sentirnos únicamente parte del mundo al que estamos atados. Yo creo en realidades trascendentes, en esas que perduran más allá del objeto al que están vinculadas. El amor, la belleza… no precisan de su objeto. Amas incluso a quien ha desaparecido durante toda tu vida y no es una simple percepción de la memoria. Somos capaces de percibir la belleza en lo más sencillo y efímero. E incluso de crearla. Eso es trascendente. En este libro quería hablar de todo ello, y de cómo lo aparentemente irrelevante puede ser, en resumidas cuentas, una huella de lo trascendente y llevarnos a una experiencia de trascendencia. El libro nace de esa necesidad humana de infinito, pero también de finitud, de pequeñez. Nuestra espiritualidad parte de nuestra conciencia de lo humilde, no de una experiencia de lo inmenso. Quería reflexionar exactamente sobre ello.

P.: Si tuviera que invitar a un lector que aún no conoce su obra a acercarse a La lógica del árbol que albergó a las aves, ¿qué le diría para despertar en él el deseo de leerla?
R.: Que en este libro está esa duda común a todos y que nos señala en el universo: que efectivamente somos muy poca cosa, que vivimos en una mota de polvo imperceptible en el cosmos, que somos muy pequeños en relación con él. Pero que somos seres capaces de mantener toda esa inmensidad en nuestra mente, que eso nos hace excepcionales y que hay una íntima capacidad trascendente que nos acerca a ese infinito. Nuestra irrelevancia viene de no entender eso. La poesía, como herramienta del lenguaje para acercarnos a lo trascendente es y ha sido nuestra compañera, posiblemente desde que empezamos a hablar. Y esa poesía nos sirvió para tratar de los temas que siempre han sido las referencias del lenguaje poético: el amor, la muerte, Dios, la belleza, el dolor… Desde ese punto de vista, creo que soy un poeta «clásico», no creo ser original en mis presupuestos poéticos. Pero también creo que eso, en los tiempos que corren, es un tanto subversivo. A mis posibles lectores les diría que se acercasen a esta obra, precisamente como una de esas cosas pequeñas y humildes que pueden mostrarnos otras realidades más importantes.

P.: Usted ha comentado en alguna ocasión que no se considera un autor místico; sin embargo, en este libro se percibe una voz serena, casi contemplativa, espiritual en algunos momentos, que aborda la muerte, la belleza y la memoria. ¿Cómo logra convertir la fragilidad de lo efímero en una forma de revelación poética sin recurrir a lo trascendente?

R.: Para ser un poeta místico hay que tener una percepción sensible de la divinidad, de Dios. San Juan de la Cruz, Santa Teresa, vivieron esas experiencias y necesitaron de una modalidad lingüística dotada de una libertad tan específica como la poesía para manifestarlo, para comunicarlo. Yo no he vivido nunca nada parecido. Pero sí me considero una persona espiritual, que trata de ir más allá de esta metafísica materialista que explica nuestro mundo contemporáneo y que, a mí personalmente, no me sirve para explicar nada. La cuestión es que no es preciso ser un místico para vivir la trascendencia. Yo creo que se percibe en esas pequeñas cosas cotidianas a las que no prestamos más atención que la de su pura explicación material. Si creemos que lo trascendente es solo una percepción mística, es imposible contemplar el mundo y a nosotros mismos como seres relevantes. Particularmente, me niego a pensar así. No se puede comprender la belleza como algo «intrascendente». La belleza, por ejemplo, no nos pertenece porque no está en sus objetos; ni siquiera en nuestras creaciones. Es algo que se sitúa en una capacidad común de todos, independientemente de dónde la sitúe cada cual. Ante una obra de arte, una puesta de sol o una sinfonía de Mahler hay dos opciones: o percibirla como algo bello o no. Eso no le resta un ápice de interés, pero su belleza estará siempre más allá del objeto; estará en nuestra capacidad humana de percibirla. Esa materialidad se aprecia cuando vas al Louvre y ves las hordas de turistas fotografiándose ante la Giocconda. Sólo preocupa el objeto, no la percepción de elevación que nos produce la belleza de esa obra. Por eso digo en un poema que la belleza no nos pertenece, nos trasciende, le pertenece a la Gracia, a un favor que se nos ha dado y que habita en todos (o en casi todos). Y que, desgraciadamente, estamos perdiendo objetualizándola.

P.: La figura del padre, el hogar, los objetos cotidianos… todo en sus versos adquiere una dimensión simbólica y luminosa. ¿Qué papel desempeña la memoria personal en la construcción de ese universo poético?
R.: También hemos querido dotar a la memoria de una, permítaseme llamarla, explicación de carácter metafísico materialista. La memoria como una particular elaboración mental. Pero lo trascendente no es sólo memorialístico. Tras la muerte de un ser querido, la memoria se agota, se diluye; viene a ratos y cada vez más débil. Pero el amor no cambia; no depende de esa capacidad material del recuerdo. Se nos quiere convencer de que buena parte de nuestra percepción del mundo depende de ella y de nuestra experiencia de vida. Pero cualquier cosa puede romper esa experiencia. Todos los que somos grandes lectores sabemos que un libro puede cambiarte. La memoria es una herramienta útil, pero no todo está sometido a ella. Mi poesía cree más en nuestra capacidad de imponernos a ella y a esa mal llamada «memoria colectiva» que nos lleva a creer que somos una especie de juguete en manos del tiempo. Usamos de la memoria para cosas más elevadas, quiero creer; y no viceversa.

P.: Como teórico de la literatura, usted se doctoró con una tesis sobre autobiografía y espacio urbano, una investigación que explora la relación entre la identidad y el lugar. ¿Cree que esa formación crítica y esa mirada analítica influyen en su manera de concebir y escribir poesía?
R.: No lo tengo muy claro. Lo que más hace por un poeta son sus lecturas. Puedes escribir poesía sin leer: los adolescentes lo hacen habitualmente. Es una poesía bastante mala, por lo general. Pero es imposible escribir bien sin leer mucho. La teoría de la literatura te obliga a varias cosas: leer mucha literatura; ser un tanto filósofo y ser un poco lingüista (también nos hace un tanto insoportables, creo). Todas esas lecturas forman un cierto poso. Pero no sé hasta qué punto es bueno o perjudicial. Quisiera que mi poesía le debiera mucho a Juan Ramón, a Jaccottet. A Margarit, a Virgilio o a Keats, por poner algunos ejemplos. Es bueno saber cómo funciona la literatura o la poesía, pero no es bueno dejarse llevar por ello. Digamos que la parte técnica siempre está a tu disposición; pero que no siempre ayuda. A veces, incluso estorba.

© Fernando Romera

P.: En su obra se percibe una profunda conciencia del lenguaje: cada palabra parece medida, casi sagrada. ¿Considera que el poema nace más de la emoción o de la precisión del lenguaje?
R.: Creo que la emoción nace del lenguaje, es de naturaleza lingüística. No nos emociona la noche, sino todo lo que la palabra noche viene significando desde siempre, lo que se ha escrito sobre la noche, lo que nos han contado sobre ella. Nos puede emocionar un beso, pero más aún si hemos leído mucho sobre los besos. La poesía emociona si sabe dar con las palabras, si sabe tocar el lugar de su significado que resuena en el lector. Pero todo ello se produce en los territorios de una lengua. No vivimos en un mundo material, sino en su correlato lingüístico. Si pronuncio la palabra vino, cada uno sabrá en qué vino piensa, en qué sabor, en qué color… aunque todos entendamos la palabra vino de la misma manera. Pero nos despertará a cada cual una emoción diferente. No necesitamos tener vino, sino pronunciarlo. Ahí la poesía debe saber qué evocar. No hay emoción sin precisión en el uso del lenguaje.

P.: El título del libro, La lógica del árbol que albergó a las aves, es en sí mismo una metáfora sugerente. ¿Podría contarnos cómo surgió y qué significa para usted esa «lógica» del árbol?
R.: Tenía varios títulos, pero la idea de conjugar lo sencillo y lo trascendente se encontraba en uno de los poemas del libro. En realidad es un verso del poema Kairós, que es una palabra griega para referirse a una forma diferente de entender la temporalidad, de un tiempo perfecto que no es el que hemos aprendido a medir. En él hablaba del árbol bíblico de la mostaza; que de la semilla más pequeña crece un árbol capaz de recibir a los pájaros. Era la conjunción de lo trascendente con lo cotidiano, lo simple, lo humano. Pero yo no quería hacer únicamente un tratado sobre la trascendencia o la espiritualidad, sino razonar sobre ella, pensar acerca de cómo nos asalta en nuestro día a día. Por ello surgió la necesidad de escribir sobre la «lógica» del árbol que albergó a las aves, a partir del logos, del verbo, de la palabra que se hace carne, es decir, que entiende al hombre y que lo dignifica.

P.: ¿Cómo es su rutina a la hora de escribir poesía?
R.: No tengo ninguna rutina. Puedo pasar meses sin escribir un sólo verso. No creo que eso tenga importancia. En el tiempo que no se escribe se están creando vínculos entre las ideas, entre las lecturas que hacemos. Surgen ritmos, se sugieren pensamientos que más adelante serán poemas. Creo que es más importante leer que escribir en todo ese tiempo. A la larga es mucho más provechoso. El trabajo de fondo de un poeta suele ser otro más que el de escribir directamente un poema. Hay poetas que tienen una gran facilidad para ello; yo no soy uno de ellos (y en cierta forma los envidio sanamente). Conozco no pocos que escriben un poema al día. Para mí es algo imposible; necesito tener una idea dando vueltas en la cabeza mucho tiempo para llevarlo al papel.

P.: ¿Qué libro le hubiera gustado escribir, y por qué?
R.: Siempre quise escribir un cuento de hadas, uno que se transmitiera de forma anónima, como tantos. De hecho he pasado no poco tiempo investigando este tipo de cuentos y su relación con la Literatura de Caballería o la obra de Federico García Lorca, por poner un par de ejemplos. Pero hasta ahora no se me ha dado. Nunca se sabe. No hablo de un cuento para niños, porque estos relatos no nacieron como cuentos infantiles. Sino una historia hecha de los arquetipos de otras muchas más antiguas que emparentase con ese tiempo en que lo maravilloso, lo taumatúrgico, se filtraba en la vida cotidiana de forma natural, sin estridencias, como una grieta que todo el mundo aceptaba. Ya no podemos hablar de lo sobrenatural sin que se nos tache de ingenuos, aunque hablemos de milagros tan razonables como que un muchacho sin fortuna llegue a ser un príncipe (o un alto empresario, hoy en día) o que una limpiadora se termine casando con otro y coman perdices. Vivimos en una época tan realista que cualquier intento de verosimilitud que se salga de la norma nos condena a la irrelevancia intelectual. Este tipo de ascensos sociales de los cuentos están hoy muy mal vistos… No hablo de una cuestión nostálgica, sino de una pura reivindicación literaria.

P.: ¿Tiene autores de cabecera?
R.: Soy un lector habitual de Juan Ramón Jiménez, de Philippe Jaccottet, a quien traduje en su momento, de Emily Dickinson, de poetas actuales como Juan Antonio González Iglesias o de Eloy Sánchez Rosillo, de Cernuda, de clásicos del XVI o grecolatinos y de muchos más. Pero disfruto tanto descubriendo lecturas como releyendo. Si me considero heredero de alguien es de toda la poesía clásica española y europea.

P.: ¿Algún proyecto en el que esté trabajando ahora mismo y del que pueda hablarnos?
R.: Estoy trabajando en un ensayo sobre la tristeza en la cultura actual. Una cultura que huye del dolor como patrón de existencia y fía la felicidad al futuro, a un futuro feliz, pero cuyo presente, sin embargo, se muestra triste y nostálgico como pocos.

P.: Para terminar, y como siempre nos gusta hacerlo aquí en La Jungla de las Letras, háblenos un poco de usted: ¿cómo se describe como escritor y como persona?
R.: En una época en que ser escritor se ha devaluado tanto (hay escritores que no han leído un libro en años y otros que lo utilizan como un complemento al curriculum vitae), creo que ejerzo más como un poeta o escritor a tiempo parcial. Soy profesor en una pequeña universidad, trato de que mis alumnos entiendan cómo funciona esto de la literatura, cómo funciona la lectura, que es uno de los misterios mayores del lenguaje humano. Frente a las campañas que se hacen sobre la importancia cultural de la literatura y los escritores, yo defiendo más la creación humilde del que sabe que, socialmente, un poeta no tiene trascendencia salvo en un puñado de personas que lo leen. El poema que cierra el libro tiene un poco esa intención. Se titula But a musician y es la frase con la que Joseph Taverner se libró de un problema político serio en su época, porque no se le consideraba «nada más que un músico».

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