
EL HOMBRE QUE INVENTÓ MANHATTAN de Ray Loriga / Editorial: Alfaguara / Colección: Hispánica / Género: Narrativa / 192 páginas / ISBN: 9788420477282 / 2025
Hay libros que uno no busca y que, sin embargo, lo encuentran. Eso me pasó con El hombre que inventó Manhattan, una obra de Ray Loriga que llevaba años escuchando nombrar, sin haberme acercado nunca a sus páginas. Confieso que tenía prejuicios: lo asociaba más al ruido editorial de principios de los dos mil, o finales de los noventa, a esa generación tan mediática como difusa. Pero este libro me sorprendió por donde menos lo esperaba: por su forma de contar. Por cómo, más que una obra de ficción, es un artefacto narrativo —frágil y lúcido a la vez— que levanta un Manhattan hecho de ausencias, de imágenes rotas y de personajes que entran y salen como si alguien estuviera cambiando de canal de televisión.
No hay una trama lineal. Tampoco una voz dominante que nos guíe. Lo que hay es un puñado de relatos que se enredan unos con otros en ese escenario eterno y reciclado que es Nueva York. No la ciudad real, sino su versión literaria, soñada, cinematográfica. Aquí, Manhattan es más bien un espejo deformante, un collage hecho de suicidios discretos, gánsteres antiguos, cómicos fracasados, abogados neuróticos y torres que se hunden. Y en medio, una voz que se desliza con una ironía seca, como si se riera de todo y de sí misma al mismo tiempo. La fuerza de Loriga está en eso: en no dramatizar lo dramático, en no subrayar lo que ya es obvio, en narrar lo extraño como si fuera cotidiano. Hay algo de Auster, sí, sobre todo en esa forma de construir una ciudad como quien monta un truco de magia. Pero también hay algo más cínico, más cortante, que recuerda a cierta narrativa europea contemporánea: frases breves, observaciones agudas, personajes que apenas se presentan pero dejan huella. Y, sobre todo, una voluntad clara de no explicar nada. El lector tiene que armar el mapa con las piezas sueltas que Loriga va dejando caer con una especie de descuido calculado. En ese sentido, el estilo no es sólo una forma estética: es parte esencial del funcionamiento narrativo del libro. La fragmentación no es gratuita, ni responde a una moda. Tiene sentido porque lo que se cuenta está también fragmentado: memorias, rumores, invenciones, historias que alguien recuerda mal o nunca supo del todo. El hombre que inventó Manhattan no es un libro sobre la ciudad, sino sobre la forma en que la ciudad se convierte en relato. Y ese paso —de la experiencia al relato, del dato al mito— es precisamente lo que el autor sabe retratar sin solemnidad, casi con desdén.
Lo curioso es que, pese a ese aparente desapego, hay momentos de una belleza extraña, de esos que se quedan flotando una vez se cierra el libro. Una frase lanzada al aire, un diálogo que parece absurdo pero contiene toda la tristeza del mundo, un cadáver que aparece sin importancia, como si lo raro fuera que no apareciera. Loriga escribe como si le costara hacerlo, pero al mismo tiempo como si no pudiera evitarlo. Como alguien que sabe que ya todo ha sido contado, pero quiere probar una última vez. Esta no es una ficción para lectores que buscan respuestas. Es, en todo caso, un libro para los que disfrutan del desconcierto. Y quizás eso explique por qué me ha dejado tan buena impresión: porque no esperaba que alguien escribiera así hoy, sin cinismo fácil pero también sin esperanza ingenua. Con humor, sí, pero con el tipo de humor que te hace reír medio segundo antes de darte cuenta de que hay algo jodido detrás.
Ahora entiendo por qué me lo recomendaron. Y entiendo también por qué lo fui dejando: no es un libro amable, ni adictivo. Pero es honesto en su rareza. Como una ciudad que no existe pero que, al leerla, uno siente que podría haber estado allí. Y que quizá, sin saberlo, sigue ahí dentro, esperando que uno vuelva.

Jesús Cuenca Torres (Santiago de Compostela – 1957) Doctor en filosofía y exprofesor de instituto. Habla siete idiomas con fluidez, amante de los libros y del cine en blanco y negro. No le ve sentido echarle azúcar al café.