
Antes de que agosto supiera a crema solar, a carretera, a sombrilla, a libro abierto en la tumbona o a silencio de ciudad vacía, hubo un tiempo en que este mes no tenía ni nombre. Solo número.
Sí, el sexto mes del calendario romano, que empezaba en marzo, cuando el invierno cedía el paso al nuevo ciclo agrícola. La lógica de aquel calendario estaba más conectada con la tierra que con el despacho. Martius, el primero, llevaba el nombre del dios de la guerra. Abril, el mes de la apertura de las flores. Mayo, el dedicado a los mayores. Junio, a los jóvenes. Julio… ya veremos.
Y luego… venía Sextilis. Sexto. Sin nombre propio. Sin ínfulas. Un mes sin ego, sin pretensiones. Simplemente, el sexto. Y así funcionaba Roma. Un Imperio construyéndose, sí, pero aún con los pies en la tierra.
Hasta que Octavio decidió que eso no era suficiente.
Octavio, sobrino adoptivo de Julio César, primer emperador, arquitecto del poder absoluto en Roma, se convirtió en Augustus en el 27 a. C., y poco después pensó que su legado merecía algo más que monumentos. Miró el calendario, y al ver que su tío Julio (César) ya tenía un mes con su nombre, dijo algo así:
—¿Julio tiene su mes y yo no? Inaceptable.
Y así, en el año 8 a. C., Sextilis se convirtió en Augustus. Porque sí. Porque podía. Porque el poder también trata de dejar marca. De hacerse hueco en la eternidad. Y claro, en ese juego de egos, no iba a tolerar que el mes de Julio tuviera más días que el suyo.
Julio tenía 31. Agosto solo 30.
—¿Cómo que el mes de mi tío es más largo que el mío?
Solución imperial: le robaron un día a febrero. Literalmente. Así de sencillo. Así de impúdico. Porque hasta en el calendario, el ego quiere ganar.
Y ahora, dos mil años después, uno podría pensar que estas cosas han quedado atrás. Que somos más racionales. Más justos. Más humildes. Pero no. No del todo. Hoy ya no decretamos cambios en los meses, pero sí seguimos atrapados en esa necesidad de dejar huella, de demostrar, de figurar. Seguimos diseñando nuestros días como si tuvieran que servir para algo más que vivirlos. Como si cada minuto sin productividad fuera tiempo perdido.
Y así llegamos a agosto. Un mes que heredamos del ego de un emperador, pero que, curiosamente, se ha convertido en el símbolo universal del descanso. De parar. De bajarse del mundo un rato. Aunque a veces no lo consigamos del todo.
Seamos sinceros. ¿Cuántos de nosotros paramos de verdad? ¿Cuántos nos damos permiso para desaparecer sin culpa? ¿Cuántos podemos simplemente ser, sin estar disponibles para todo y para todos?
Agosto, a veces, llega tarde. Como ese suspiro que se contiene durante meses y que, cuando por fin se libera, ya no suena: se cae. Nos pasamos el año cuidando. De la familia. Del trabajo. De las urgencias. De los demás. Y muchas veces, nadie nos pregunta cómo estamos. Nadie ve ese cansancio silencioso que se acumula. Ese desgaste de sostener sin caer. De sonreír cuando ya no quedan ganas.
Y en ese contexto, agosto se convierte en refugio. En alivio. Es derecho ganado para descansar. Pero cuidado: también puede ser trampa. Puede ser ese momento donde todo el agotamiento acumulado se nos cae encima. Donde el cuerpo, por fin, pide lo que llevaba tiempo callando.
Por eso, este mes, el que un día no tenía más identidad que su lugar en el calendario, puede ser una oportunidad. Para soltar la exigencia, para dejar de demostrar, para recordar que no estamos aquí para ser útiles cada segundo, sino también para detenernos, observar, y simplemente vivir.
Quizá agosto no fue inventado solo por el ego imperial de un hombre con toga. Quizá, en el fondo, fue una necesidad humana la que lo hizo posible. El recordatorio de que, para seguir, primero hay que parar.
¿Y si este agosto no fuera solo el mes para desaparecer… sino para reaparecer en lo esencial? Para leer. Para dormir. Para cocinar sin prisa. Para aburrirse un poco y dejar que algo nuevo emerja. Para escuchar a quienes amamos y, sobre todo, escucharnos a nosotros mismos. Sin juicio. Sin rendimiento. Sin urgencia.
Agosto es ese mes en el que podemos dejar de empujar. De luchar. De correr. Es el mes del «ya está bien». Del «esto puede esperar». Del «hoy me quedo». Un mes que, aunque nació por el capricho de un emperador con toga, nos recuerda algo profundamente humano: que no pasa nada por parar. Que no es solo un capricho, es una necesidad.
Julio César y Augusto pasaron a la historia. Tú no tienes por qué.
Tú solo pasa por agosto. De verdad. Con los pies descalzos, la cabeza ligera y el alma en modo «batería baja». Porque hasta los imperios más grandes tuvieron días en los que no se conquistó nada.
Y tú, hoy, tampoco tienes que hacerlo.
Feliz agosto. Feliz desconexión. Feliz reencuentro contigo.

Joaquín Rández Ramos (Tudela – 1962). Escritor, conferenciante y divulgador. Autor del libro “Un viaje hacia el significado y propósito de tu vida”. Le gusta pensar y reflexionar sobre nuestra realidad. Amante de la naturaleza y de los animales.
