28 de septiembre de 2025
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La historia de la humanidad es, en esencia, la historia de un viaje. Desde hace unos 200 000 años, cuando nuestros primeros antepasados caminaron por las sabanas del África oriental, nos hemos movido una y otra vez. Al principio fue por pura necesidad: el clima cambiaba, los alimentos escaseaban y la única manera de sobrevivir era avanzar hacia lo desconocido. Así llegamos a Europa, a Asia, a Oceanía y finalmente a América. Si hubiésemos permanecido quietos, tal vez nos habríamos extinguido hace milenios. Migrar no fue una opción: fue la salvación.
Los grandes flujos migratorios no solo han permitido sobrevivir, sino también han tejido la trama de la cultura humana. Cada gran migración nos dejó algo más que huellas en el camino: nos regaló cultura, conocimiento, intercambio. La Ruta de la Seda, que durante siglos unió a China con el Mediterráneo, fue mucho más que un camino de caravanas. Allí viajaban especias y sedas, sí, pero lo verdaderamente valioso eran las ideas que viajaban junto a ellas: religiones, técnicas, inventos. Sin esas idas y venidas, Europa nunca habría conocido el papel, la pólvora o el ajedrez. En 1492 comenzó otro flujo inmenso: la llegada de europeos a América cambió el mundo para siempre. Con sus luces y sombras, ese intercambio transformó la vida de todos. De allí llegaron alimentos que salvaron a millones de europeos del hambre (maíz, patata, tomate), y de aquí partieron caballos, herramientas, universidades, nuevas formas de organización. La humanidad nunca volvió a ser la misma.
España también supo lo que significa marcharse. Tras la Guerra Civil y durante los años grises de la posguerra, decenas de miles de españoles partieron hacia Francia, Alemania, Suiza o Argentina. Muchos con maletas de cartón, sin apenas dinero, con la dirección de una fábrica o una pensión escrita en un papel arrugado. Trabajaban en las fábricas, en las minas, en las obras, en los campos; enviaban giros a sus familias y cartas llenas de nostalgia. Aquella emigración fue desgarro, pero también esperanza: los hijos de esos trabajadores crecieron entre dos tierras y trajeron de vuelta nuevas formas de mirar el mundo.
Hoy la historia se repite, aunque con otros protagonistas y en escenarios distintos. Latinoamericanos que cruzan fronteras hacia Estados Unidos, africanos que se lanzan al Mediterráneo rumbo a Europa. Y aquí el relato se vuelve desgarrador. Miles de personas mueren cada año en ese mar que antes fue cuna de civilizaciones. Los cuerpos aparecen a la deriva, los chalecos vacíos flotan como símbolos mudos de la desesperación. Viajan en embarcaciones frágiles, conscientes de que quizá nunca lleguen, pero lo intentan porque quedarse es peor: quedarse es hambre, es violencia, es muerte segura.
Desde la comodidad de nuestras sociedades ordenadas, burocratizadas, hablamos de «inmigración legal» o «inmigración ordenada», como si quienes huyen de una sequía, del hambre, de la guerra, o de una dictadura pudieran pedir «cita previa», rellenar un formulario y viajar en avión con su pasaporte en regla. Esa es una ficción cruel. Nadie pone a su hijo en medio del mar por capricho. Nadie se juega la vida si no es porque ya la tiene perdida, pues detrás solo queda la nada.
Migrar despierta en nosotros emociones contradictorias: miedo a lo desconocido, miedo a lo que rompe nuestra rutina, miedo a perder lo que creemos propio. Pero olvidamos que lo nuestro siempre ha sido de otros también. Lo nuestro es mezcla, herencia y préstamo. La lengua que hablamos lo recuerda: el castellano (como el gallego o el catalán) nació del latín vulgar que trajeron los romanos, pero absorbió miles de palabras árabes (aceite, alcalde, azúcar, ojalá), algunas germánicas de los visigodos (guerra, robar, yelmo, esfera), términos griegos de la ciencia, galicismos de la moda, italianismos del arte y anglicismos de la tecnología. Cada palabra que pronunciamos es memoria de migraciones y mestizajes. Negar la migración es negar lo que somos.
Hoy, en los invernaderos de Almería, miles de migrantes africanos trabajan de sol a sol, recogiendo tomates y pimientos que abastecen a toda Europa. Muchos viven en chabolas improvisadas, sin agua corriente ni ventilación, sufriendo un calor insoportable. Algunos carecen de papeles, ganan salarios bajísimos y pasan jornadas interminables bajo el plástico del invernadero. Sin ellos, por poner algún ejemplo, muchas cosechas se perderían, los hogares carecerían de servicio doméstico y hasta cosas tan sencillas como tomar un café en un bar se volverían más difíciles de encontrar.
En 2024, más de diez mil personas murieron en el mar intentando llegar a España. Y los que logran pisar tierra firme, a menudo acaban atrapados en la precariedad. Imagino a una mujer joven, agachada bajo el plástico, pensando en sus hijos que dejó en Senegal. Cada euro que envía mantiene con vida a su familia. Cuando alguien le pregunta por qué arriesgó todo en el mar, responde con una sencillez que desarma: «Porque allí no había futuro».
Las migraciones no son una amenaza. Han sido, desde el principio, el motor secreto de nuestra especie. Gracias a ellas sobrevivimos a glaciaciones, descubrimos otros mundos y aprendimos a reinventarnos. Lo que hoy nos produce miedo fue, en el pasado, lo que nos salvó.
Y quizá el día en que comprendamos que cada migrante es, en el fondo, un espejo de nuestra propia historia, dejaremos de levantar muros contra aquello que, desde el origen, nos hizo humanos.

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