
En tiempos en que casi todo lo compartimos a golpe de notificación, rescatar la conversación parece un acto culturalmente subversivo. No hablo de tertulias digitales ni de comentarios en redes, sino de esa charla sostenida, lenta, que a veces necesita de un catalizador inesperado. Y resulta paradójico que ese catalizador no venga de un filósofo redactando un tratado, sino de un puñado de cartas.
The School of Life, el proyecto fundado por Alain de Botton, ha convertido el viejo gesto de sacar un mazo de preguntas en un laboratorio de intimidad. Sus juegos –100 preguntas, El juego de la familia y Conectar– llegan ahora en español y, más que simples entretenimientos, proponen un pequeño ritual doméstico: sentarse alrededor de una mesa y arriesgarse a decir lo que normalmente callamos. Yo los he probado, unas veces con mi pareja, otras con amigos.
Confieso que al principio me senté con cierto escepticismo. ¿De verdad unas cartas podían provocar algo más que risas forzadas? Bastaron tres preguntas para que la sobremesa cambiara de tono: alguien confesó un miedo antiguo, otro recordó una anécdota olvidada y hubo quien se atrevió a bromear con algo demasiado serio. Todo fluyó con naturalidad, como si el juego nos hubiera regalado permiso para hablar de lo que solemos esquivar. Estos juegos de cartas no tratan de ganar ni de perder: se trata de escucharse y, de paso, conocerse un poco más. Quizá el mérito esté en la sencillez –un mazo de cartas, preguntas directas, un dado–, pero también en la idea de fondo: que conversar bien es un arte, y que a veces necesitamos un detonante lúdico para ejercitarlo. Después de cada partida quedaba la sensación de haber leído un libro coral, escrito entre todos en voz alta. Un libro improvisado de recuerdos, deseos y confesiones. Y eso, en estos tiempos de pantallas y conexiones fugaces, ya es bastante revolucionario.
El juego, históricamente, ha sido terreno de evasión; sin embargo, estas cartas invitan justo a lo contrario: a enfrentarse con humor o con ternura a lo que somos. En un mundo saturado de luces artificiales y ruido, la propuesta es casi estética: volver al papel, a la voz, al silencio compartido antes de responder. ¿Es cultura un juego de cartas? Tal vez lo sea en la medida en que activa lo más básico de nuestra condición humana: la narración. Cada pregunta no es solo un pretexto, sino una puerta hacia relatos familiares, memorias de infancia, deseos velados o arrepentimientos nunca confesados. Si la literatura es el arte de contar, este tipo de propuestas extiende esa práctica al ámbito íntimo y cotidiano, sin solemnidad, pero con hondura.
Quizá ahí radique su verdadero valor: no en lo que venden, sino en lo que nos devuelven. Una forma de recordarnos que hablar también es jugar, y que en el juego puede revelarse, aunque sea por un instante, algo de verdad.

Angie Ballester (Granada – 1970) Librera de corazón y directora de contenidos en la Jungla. Navegando entre estantes, comparte su pasión por los libros con la comunidad lectora.