
En Cloto, Susana Cruz nos regala una imagen detenida en el tiempo, una imagen que, más que mostrarse, se respira. Una obra que parece suspendida entre dos mundos: lo tangible y lo mítico, lo real y lo simbólico. La artista madrileña nos propone una reinterpretación contemporánea de la figura de Cloto, la diosa griega encargada de hilar el destino de los hombres, pero no desde una perspectiva mitológica per se, sino desde la evocación emocional. No pinta a la diosa, la representa: su fragilidad, la vida, su transcurso silencioso e ineludible. La obra nos revela una madurez técnica innegable, un dominio del claroscuro que nos recuerda a un Caravaggio, pero sin la teatralidad que caracteriza al maestro italiano. Su oscuridad es más sutil, más íntima, casi susurrada. La luz no irrumpe en su pintura: se desliza, la acaricia, se cuela tímidamente por esos pliegues de una tela que cubre un cuerpo invisible pero tagible, como si respirara al ritmo del que lo contempla. La composición renuncia a mostrar el rostro. Es una decisión profundamente significativa: al omitir la identidad, los ojos se nos van directamente a las manos. Son ellas —no los ojos, no el gesto facial— quienes conducen el relato. Este enfoque me recuerda, inevitablemente, a ciertas obras de Jenny Saville, donde el cuerpo femenino se fragmenta o desplaza para poner el foco en lo matérico. Sin embargo, mientras en Saville hay una fisicidad explícita, casi brutal, Susana Cruz trabaja desde un lugar más etéreo, más introspectivo. Las manos de su Cloto sostienen un velo y también lo transforman. El tejido se vuelve símbolo, metáfora del hilo vital que une y separa, que comienza y termina. La tela que envuelve el cuerpo, con minuciosas veladuras, evoca a la escultura clásica, y no por casualidad. La referencia al mármol —y en particular al mármol translúcido— es palpable. La forma en que el cuerpo se insinúa bajo la tela recuerda directamente al célebre Cristo Velato de Sanmartino, así como a las vírgenes napolitanas cuyo rostro parece latir bajo el peso simbólico de un manto. Cruz parece tomar ese imaginario barroco y traducirlo al lenguaje pictórico contemporáneo, sin perder su carga emocional ni su profundidad formal. La elección cromática también habla. En su paleta dominan los grises, el blanco roto, la sombra tostada, el negro. No hay color vibrante que distraiga: todo se concentra en la densidad emocional del monocromo. La gama elegida evoca el mármol, sí, pero también el duelo, la espera, el paso del tiempo. Cada tono parece cargado de un significado latente. El claroscuro no está al servicio del drama, lo está del recogimiento y de la meditación. Y en ese sentido, el cuadro parece establecer un diálogo soterrado con la obra de Antonio López por ejemplo, especialmente en su tratamiento del espacio atmosférico, en esa cualidad casi espiritual que cobra lo inanimado. Cloto conjuga técnica, símbolo y emoción en una imagen que no se agota. Es una obra que no busca explicar, sino sugerir. No se impone, se ofrece. Y en ese gesto contenido es donde precisamente radica su fuerza.

Susana Cruz (Madrid, 1992) se formó en Ingeniería de Materiales en la Universidad Politécnica de Madrid y cursó un máster en Consultoría de Negocio. A pesar de esa trayectoria académica, su vínculo con la pintura ha sido constante desde la infancia. Empezó con lápices, luego carboncillo y acuarela, hasta encontrar en el óleo, a los diez años, su medio definitivo. Pinta desde lo íntimo, como una necesidad personal. Ha descrito el proceso como profundamente emocional, casi trance, donde la música y la pintura se funden. Cada trazo refleja intención y presencia. Durante una estancia en Italia, su estilo tomó forma definitiva. Allí se empapó del arte barroco, buscando no copiar, sino conectar emocionalmente con las obras. Aunque sus referentes provienen del mundo mitológico, Cruz los reinterpreta con una sensibilidad única. Su estilo se distingue por una estética sobria, de paleta limitada —blancos, negros, sombra tostada— y un tratamiento delicado del óleo, combinando pincel y espátula. Sus figuras se diluyen en fondos etéreos, sin jerarquías, habitando un espacio entre lo humano y lo divino, lo tangible y lo sugerido. Cruz, autodidacta y rigurosa, demuestra una técnica sólida y una voz artística madura, sutil pero poderosa. En un mundo saturado de imágenes, eso la distingue.

Rosa Villalejos. Filóloga clásica y crítica de arte. Explora la esencia de la antigüedad y la creatividad contemporánea con idéntica pasión.