Peras al jengibre con crema de cacao de naranja

Bodegón ochavado con racimos de uvas (Juan Espinosa, 1646)
Bodegón ochavado con racimos de uvas (Juan Espinosa, 1646)

Una de las recetas que le robé a mi madre de su particular bloc de “apuntatodo”.

 Ingredientes (para 4 personas):

  • 4 peras limoneras
  • 125 gr. de uvas pasas moscatel
  • 2 cucharadas de miel de naranja
  • 2 cucharaditas de cacao en polvo
  • 3 cucharadas de dulce de leche
  • 1 cucharadita de matalahúva
  • Dos naranjas
  • Dos puntas pequeñas de jengibre fresco
  • Agua
  • Una pizca de sal
  • Unas hojas de menta o hierbabuena

 Preparación:

 Las peras ya peladas las colocamos en una olla con agua, junto con un cuarto de las pasas moscatel, una cucharada de miel de naranja, una naranja cortada en finas rodajas sin quitarle la piel, el jengibre rayado y la pizca de sal. Lo cocemos todo a fuego suave durante doce minutos y lo dejamos enfriar.

Mientras se están haciendo las peras prepararemos en un cazo el resto de las pasas, el dulce de leche, una taza de agua, una cucharada de miel de naranja, la pulpa escurrida de otra naranja junto a su cáscara rayada, y menos de una pizca de sal. Esta salsa la cocinaremos también a fuego medio, meneando de vez en cuando el cucharón para que no se asiente; cuando hayan pasado quince minutos aproximadamente, le añadimos la matalahúva y las cucharaditas de cacao, removemos y lo cocinamos unos minutos más hasta que quede una salsa espesita.

Para servirlas, podemos hacerlo con las peras enteras o fileteadas y con la salsa de cacao cubriéndolas o a parte, acompañadas de las rodajas de naranja y las uvas pasas cocinadas, y adornadas con unas hojas de menta o hierbabuena.

El postre-merienda se puede tomar muy frío de la nevera, o templadito, a temperatura ambiente.

José Antonio Castro Cebrián

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Moby Dick

Moby Dick - Herman MelvilleUno siempre se pregunta a la hora de afrontar un clásico si tal mérito radica en el fondo por ser una obra de calidad o, por el contrario, por su pervivencia a lo largo de los años y consecuente llegada hasta nuestros días. Quien compartiera siglo, e incluso década, con Melville habría augurado, además con certeza y grandilocuencia, que Moby Dick no perduraría más allá de la moda del momento y la fama –poca o, al menos insuficiente– que le reportó tal novela a su autor. Y tal vez hubiera sido así en vista de lo sucedido con Melville, que llegó al final de su vida en el más absoluto abandono y comido por la miseria. Su obra cayó en el olvido durante unas cuantas decenas de años y no fue hasta mediados del siglo XX que resurgió como ave fénix para destacar y quedarse en los anaqueles en un lugar, digámoslo así, privilegiado entre los clásicos. Ahora bien, no es oro todo lo que reluce.

Si bien Moby Dick es una novela encomiable, perfectamente escrita y con una calidad literaria a la altura de su fama, a mí me ha dejado un tanto frío y, confieso, de no ser por el gran trabajo de la editorial Sexto Piso, en cuanto a traducción e ilustraciones, tal vez ese barco se habría hundido a pocas millas de puerto. Al comienzo, la novela me atrapó. Fueron las primeras ciento cincuenta o doscientas páginas, que rebosaban un estilo más o menos dinámico y, tal vez, con una imaginería adelantada a su tiempo, exótica y fuera de los paisajes clásicos. Pero entonces el autor empezó a transformar la novela en un tratado sobre la ballena, en un ensayo en el que ofrecía todos los conocimientos adquiridos sobre el animal: su anatomía, dimensiones, comportamientos, hábitats, singularidades, diferente clasificación por especie, etc. Así como sobre las artes de su caza. Para rizar aún más el rizo, Melville se permite relacionar religión, filosofía, geografía e historia con este descomunal mamífero, lo cual no es tan pesado como cuando expone el catálogo de medidas y tamaños hasta de los órganos internos del cachalote o la ballena de Groenlandia. Otro aspecto que, a mi parecer, resta dinamismo y frena la novela es la sobrecargada dramatización de los diálogos y monólogos. El autor incluso realiza acotaciones teatrales para dar paso a una escena o ubicar al lector/actor. Puede que en su época fuera una convención aceptada y alabada, pero a mí no me ha gustado especialmente. Al igual que el comienzo, las últimas ciento cincuenta páginas recobran el dinamismo de la historia –por otra parte normal, ya se han volcado todos los conocimientos sobre Moby Dick y sus familiares acuáticos, incluso aquellos que habitaban la era preadánica como apunta el narrador– y nos llevan al final con ímpetu y deseo. Me ha costado acabar la novela, pero no ha sido un esfuerzo infructuoso. En cierta medida se disfruta de la jerga marinera y de la información desvelada en estas páginas. Como documento histórico no tiene precio, dada la cantidad de datos y detalles sobre la época, tanto en pensamiento como en acción. También es un reflejo pormenorizado de la vida del ballenero y de lo que se pensaba al respecto en ese tiempo. Una novela que estaría por encima de una puntuación buena, pero que alcanza el notable, como decía, merced a esta edición que nos ofrece Sexto Piso con sugerentes ilustraciones de Gabriel Pacheco y una más que acertada traducción –empecé leyendo otra versión y creedme si os digo que dista mucho de ser tan lingüísticamente asequible como esta– de Andrés Barba. Recomendable para acercarse a los clásicos y, sin embargo, no apta para inquietos e impacientes.

Víctor Morata Cortado

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MOBY DICK de Herman Melville / Título original: MOBY DICK / Traducción: Andrés Barba / Ilustraciones: Gabriel Pacheco / Editorial: Sexto Piso / Colección: Sexto Piso Ilustrado / Género: Narrativa / 760 páginas / ISBN: 9788415601432 / 2014

Ángeles robados

Ángeles robados - Shaun HutsonComenzaré diciendo que, de las lecturas que tenía para escoger, ésta era la que más me llamaba la atención atendiendo al título y a su sinopsis. No sabía lo que iba a encontrar en sus páginas, pero quería adentrarme en ellas y darle una oportunidad a este autor, del que no había leído nada hasta ahora.

Una vez dicho esto, diré que Shaun Huston –aunque imagino que esto debe ser también en buena parte obra del traductor, Javier Martos– goza de una prosa rica en matices, logrando captar nuestra atención desde el primer párrafo, sorprendiéndonos e intrigándonos a lo largo de toda la novela. El autor nos introduce, con un estilo fresco y directo, en la vida de varios personajes y nos desvela sus historias personales, sin relación aparente, lo cual hace que uno se pregunte por el nexo de unión que hará que todo ese entramado de acontecimientos se aglutine en una única trama principal.

El papel protagonista de la novela recae sobre las figuras de Talbot, un inspector de policía sobrecargado de traumas y problemas psicológicos, y Catherine Reed, una periodista que sumará sus esfuerzos a los del inspector para, paralelamente y haciendo gala de sus labores periodísticas, ayudar a resolver este caso. Ambos se llevan como el perro y el gato, y ambos tendrán que dar su brazo a torcer para desentramar este caso.

No quiero desvelar demasiado de la trama criminal de Ángeles robados, pero sí que diré que se abordan temas tabúes como la pedofilia y los ritos satánicos, lo que hace que sea una novela, cuanto menos, original.

Si he de nombrar algún aspecto no negativo pero sí menos reconfortante, sería su final. Me ha recordado a los sorprendentes finales típicos de esas novelas de Agatha Christie en los que la persona menos sospechosa resulta ser la responsable de todo. Además, Ángeles robados termina con un final totalmente abierto; todas las historias quedan sin conclusión y no se cierra ningún círculo.

No obstante, ha resultado ser un libro entretenido. Recomendable para, valga la redundancia, pasar un rato agradable (todo lo agradable que puede ser un libro de crímenes, claro). Personalmente, me ha hecho pasar un buen rato de lectura y me ha servido para desconectar. Me gustó sumergirme en el mundo del inspector Talbot y Catherine Reed.

Inma Fernández

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ÁNGELES ROBADOS de Shaun Hutson / Título original: STOLEN ANGELS / Traducción: Javier Martos Angulo / Género: Novela / Editorial: Tyrannosaurus Books / 374 páginas / ISBN: 9788494306112 / Año 2015

Entremés: «La muerte de las catedrales» de Marcel Proust

«Apagaba, me volvía a dormir. Algunas veces, como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía de una mala postura de mi pierna; surgida del placer que yo estaba a punto de disfrutar, me figuraba que era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo que sentía en ella su propio calor quería unirse a ella, y yo me despertaba. Los demás mortales se me antojaban como algo muy remoto comparados con aquella mujer a la que acababa de dejar, aún tenía la mejilla caliente por sus besos, el cuerpo derrengado por el peso de su cuerpo. Poco a poco se desvanecía el recuerdo, y había olvidado la muchacha de mi sueño con la misma celeridad que si hubiese sido una verdadera amante. Otras veces me paseaba durmiendo por esos días de nuestra infancia, percibía sin esfuerzo esas sensaciones que desaparecieron para siempre con el décimo año, y que tanto querríamos conocer de nuevo en su insignificancia, como cualquiera que no pudiese volver a ver ya jamás el verano experimentaría la propia nostalgia del ruido de las moscas en la habitación, que anuncia el sol caliente de fuera, incluso el zumbido de los mosquitos que anuncia la noche perfumada. Soñaba que nuestro viejo cura iba a tirarme de los bucles, lo que había sido el terror, la dura ley de mi infancia. La caída de Cronos, el descubrimiento de Prometeo, el nacimiento de Cristo, no habían podido librar del peso del cielo a la humanidad hasta entonces humillada, como lo había hecho el corte de mis bucles, que se había llevado consigo para siempre la aterradora aprensión. En realidad, llegaron otras penas y otros miedos, pero el eje del mundo había cambiado de centro. Al dormir volvía a entrar con facilidad en aquel mundo de la antigua ley, y no me despertaba hasta que, habiendo intentado escapar en vano al pobre cura, muerto desde hacía tantos años, sentía que me tiraban con fuerza de los bucles por detrás. Y antes de reanudar el sueño, haciéndome bien presente que el cura había muerto y que yo tenía el cabello corto, ponía sin embargo buen cuidado de construirme con la almohada, la manta, mi pañuelo y la pared un nido protector, antes de regresar al mundo fantástico en el que a pesar de todo vivía el cura, y yo tenía bucles».

La muerte de las catedrales (La mort des cathédrales, Marcel Proust, 1904)

 

 

Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust nació en Auteuil, París, el 10 de julio de 1871. Inteligente, sensible y asmático desde muy temprana edad. Hijo de médico prestigioso, creció al abrigo de los constantes cuidados y atenciones de su madre, una alsaciana de origen judío. Estudió en el liceo Condorcet, donde descubrió y afianzó su vocación por la escritura. Después de realizar el servicio militar en Orleans, en 1889, estudió en la Universidad de La Sorbona y en la École Livre de Sciences Politiques. Trabajó en la Biblioteca Mazarino de París, mientras decidía qué hacer con su vida una vez descartada la opción de emprender la carrera diplomática. Fue allí donde decidió dedicarse a la literatura. Eran frecuentes sus visitas a los salones de la princesa Mathilde, de Madame Strauss y Madame de Caillavet; allí conoció celebridades de la época como Charles Maurras, Anatole France y Léon Daudet entre otros. Era un ser sensible al éxito social y a los placeres de la vida mundana. Como artista pensaba que su trabajo sólo podía ser fruto de «la oscuridad y del silencio». En 1896 publicó su primera obra: Los placeres y los días (Les plaisirs et les jours), una colección de relatos y ensayos prologados por Anatole France. Hasta 1905 había publicado en Le Fígaro algunas parodias de escritores famosos. Ese mismo año murió su madre y le sobrevino la soledad y la depresión. Su estado de ánimo enfermizo, propicio para la dedicación exclusiva hacia su verdadera vocación, le hizo recluirse durante quince años en un apartamento cuyas paredes mandó cubrir de corcho para aislarse de los ruidos y dedicarse sin ser molestado a su obra maestra: En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu). Su postergada vocación se aferró a él con la fuerza propia de una obligación personal que debía, a toda costa, cumplir. Vivía exclusivamente de noche, casi sin comer, bebiendo café en grandes cantidades, sin cesar de escribir, corregir, suprimir y añadir los textos que conformarían su obra. Su existencia transcurrió en un trance enfermizo que le mantuvo recluido la mayor parte del tiempo. Murió en París, el 18 de noviembre de 1922, a causa de una neumonía. Se le conoce por obras tales como: Los placeres y los días (Les plaisirs et les jours, 1896), En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, 1913-1927), Por el camino de Swann (Du côté de chez Swann, 1913) A la sombra de las muchachas en flor (À l’ombre des jeunes filles en fleur, 1919) o Sodoma y Gomorra (Sodome et Gomorrhe, 1922-1923).