De un tiempo a esta parte he adquirido un hábito los meses de agosto que se aparta de las prácticas habituales de ocio en periodo vacacional. Se trata de un interés humano, nada morboso, de intentar comprender una de las innumerables catástrofes del siglo XX: el bombardeo nuclear sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
Esta atroz acción enmarcada en el final del conflicto que asoló al mundo entre 1939 y 1945 no ha sido nunca, en mi opinión, valorada en su justa medida. Se trata, aún hoy, del mayor ataque sobre población civil de la historia en un solo día.
En muchos estudios comparativos entre los dos mayores conflictos bélicos del siglo XX que estamos tuvimos ocasión de leer en 2014, conmemorando el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial (1914-18), se nos dice que la diferencia entre ambas consiste, a nivel moral, en que la primera fue una guerra “mala” y la segunda, “buena”.
Me explico. Argumentan en ese tipo de artículos que la primera contienda fue fruto de una situación política y militarmente inestable. Que con otros dirigentes y con otra perspectiva por parte de las naciones e imperios implicados se hubiera evitado. Que lo que se hizo fue mandar a muchos hombres a una muerte inútil sin un fin justificado. Es, por tanto, una guerra “mala”.
Sin embargo esos mismos historiadores coinciden en que la segunda, mucho más sangrienta y global, fue una guerra “buena” ya que su fin era combatir el fascismo, liberar al mundo de la amenaza Nazi y asentar las democracias modernas y un nuevo Orden Mundial en la posguerra.
Siguiendo esta vía de análisis y, partiendo de la base de que, para mí, los ataques finales sobre Hiroshima y Nagasaki fueron un genocidio, estamos ante una doble moral que vuelve a clasificar las atrocidades en buenas y malas.
Desde este punto de vista obviamente el genocidio sufrido por el pueblo judío no tiene calificativo posible. Es una monstruosidad que a base de ver y leer en tantas ocasiones hemos digerido pero que es absolutamente atroz.
Igualmente atroces me parecen los ataques sobre Japón que se cobraron sólo en Hiroshima más de 100.000 muertos, casi todos civiles, el primer día a los que habría que sumar las víctimas de la exposición a la radiación en siguientes generaciones. En total se estima una cifra de 220.000 víctimas.
Esos dos ataques precipitaron el final de la guerra y el ya muy mermado ejército japonés tuvo que claudicar a los pocos días. Dado el fruto obtenido, este se considera un genocidio bueno, aunque nadie lo diga.
Lo expreso con esta crudeza porque nunca he visto o leído, tal vez por falta de documentación, que a Harry S. Truman se le considere un genocida como responsable máximo de la orden de ataque.
Normalmente el 6 de agosto se suele hacer una mención en los informativos sobre conmemoraciones en honor a las víctimas, sobre todo en años redondos como será éste en el que se cumplirá el 70 aniversario.
Por mi parte y, como he dicho al principio, hago mi particular homenaje leyendo en esos días un libro sobre el bombardeo de autor japonés. El objetivo no es tanto amasar datos si no intentar comprender el punto de vista de los afectados. Es curioso comprobar que hay posturas diversas, llegando a algunas que incluso lo justifican como una especie de mal necesario y buscado.
Voy a hacer mención de tres libros que me parecen especialmente relevantes y que recomiendo a los interesados en el tema. Se trata de una novela, un ensayo y un compendio epistolar que acaba constituyendo un relato de la masacre.
En “Lluvia negra” Masuji Ibuse (1898-1993), Libros del Asteroide 2007, nos narra a partir de una serie de documentos históricos, entrevistas y diarios personales de víctimas, el día de la explosión y la peripecia familiar que corren sus personajes para averiguar dónde estaba cada uno en ese momento y cuáles han sido las consecuencias. Asistimos así a un periplo lúgubre por los escenarios de la masacre y a descripciones a cual más cruda de los efectos de la explosión conforme nos vamos acercando al epicentro.
Se publicó inicialmente a modo de serial en 1965 y se editó como novela un año más tarde obteniendo un gran éxito. Es reconocida como una de las principales obras relativas al ataque del 6 de agosto de 1945. En ella no sólo encontramos horror si no que la delicada forma de narrar nos introduce en la sensibilidad y costumbres del Japón rural y de su vida familiar. Vivimos también el estigma que supuso para los supervivientes, marcados por las incógnitas de los posibles efectos de haber estado expuestos a la radiación, en el resto de su vida.
El premio Nobel japonés Kenzaburo Oé también hizo una inmersión en el tema y en 1963 fue a Hiroshima para hacer un reportaje sobre la novena conferencia mundial contra las armas nucleares. Se interesó más por los testimonios de los que habían vivido la tragedia que por las motivaciones políticas de la conferencia. Entonces los supervivientes se hallaban divididos entre el deber de recordar y el derecho a callarse. Habló mucho con médicos que luchaban por combatir y comprender “el síndrome de Hiroshima”: los efectos tóxicos de la radiación. También con los responsables de la prensa local. De estos encuentros nació un interés que marcaría al autor y que le llevó a intentar entender las lecciones más profundas del bombardeo.En “Cuadernos de Hiroshima”, Anagrama 2011, se recopilan los artículos y reflexiones que publicó al respecto.
El tercer libro que cito, “Cartas desde el fin del mundo” de Toyofumi Ogura (1899-1996) publicado por la editorial Pasado & Presente 2012, enfoca el tema desde una perspectiva distinta. Se trata de las cartas que un superviviente va escribiendo a su mujer, víctima de la explosión, y en las que va contando en primera persona las consecuencias de la catástrofe salpicadas por reflexiones. Algunas de ellas nos resultan sorprendentes ya que incluso llega un momento en el que se pregunta si el desastre puede haber sido útil, al menos, para acabar con el sufrimiento de la guerra. Este compendio de cartas se publicó en 1948 y constituyó el primer testimonio jamás escrito sobre un bombardeo atómico.
En definitiva se trata de tres lecturas que se complementan y nos ayudan a hacernos una composición de lugar, aunque sea imposible comprender la magnitud de la tragedia, de la “capacidad” que los hombres tienen de infligir un mal de ésa envergadura a sus semejantes.
José A. Valverde