
Llamarlo «obra» ya implica una concesión. Y no te digo nada llamarlo «obra de arte». Lo que Maurizio Cattelan presentó en 2019 en Art Basel Miami como Comedian —un plátano adherido a la pared con cinta americana— fue recibido con la atención mediática que suele reservarse a lo insólito, lo viral o lo directamente ridículo. Más que contemplado, fue fotografiado, replicado, comido, e incluso sustituido. Pero ¿qué nos dice esa fruta moribunda, pegada a la pared con la displicencia de quien cuelga una lista de la compra? Nada. Dice rotundamente NADA. O, peor aún, esa fruta pretende fingir ser algo.
Si algo queda claro en Comedian es que el gesto ha reemplazado al ente. Se vende —literalmente— como arte conceptual, pero ni el concepto es original ni el resultado aporta una lectura mínimamente valiosa sobre el arte, la economía, la cultura del espectáculo o cualquier otra excusa crítica que se le quiera endosar. El plátano no es Duchamp, ni siquiera Warhol (con todas sus limitaciones): es el eco agotado de una provocación desdentada, ya sin fuelle ni gracia. Su única fuerza reside en la polémica que genera, no en lo que propone. Y eso no es arte; es marketing. Y me ***** reconocerlo, marketing del bueno. Lo más desconcertante no es el plátano en sí, sino la recepción que tuvo en el mundo del arte. Se vendió por una cantidad insultante de dólares, una millonada que me da hasta pudor escribirlo aquí. (Si tienen curiosidad aquí tienen la respuesta). Se repitió el gesto. Se institucionalizó la broma. En ese sentido, Comedian funciona, pero repito, no como obra artística: como termómetro de un ecosistema donde el capital simbólico del arte ha sido vaciado para dejar paso a la anécdota performática. Una sátira sin inteligencia, una ironía sin profundidad. Cattelan no nos enfrenta a una pregunta incómoda, ni nos enseña los telares de la injusticia social, ni nos araña en el alma con quien sabe qué: él nos da una palmada en la espalda mientras se ríe socarronamente —literal— camino del banco.

Maurizio Cattelan (Padua, 1960) lleva décadas haciendo del escándalo su principal lenguaje. Su obra transita entre la provocación fácil, el humor negro y la parodia institucional, casi siempre sobre una línea difusa. Ha colgado caballos del techo, ha esculpido al Papa aplastado por un meteorito, ha instalado una escultura de Hitler rezando en el gueto de Varsovia. Su firma es el gesto —hay algunas que a veces son brillantes; las más, puramente oportunistas— que desafía al espectador, pero también a la propia idea de arte como sistema. En los mejores casos, Cattelan logra plantear preguntas incómodas sobre poder, religión, historia o mercado. En los peores, como en Comedian, simplemente sustituye la obra por el meme. No es casual que la pieza haya sido más comentada en redes sociales que en publicaciones críticas serias. La operación es simple: Cattelan se burla del mundo del arte, y ese mismo mundo —coleccionistas, ferias, galeristas— responde con aplausos y talonarios. La crítica, paralizada entre el cinismo y la complicidad, raras veces osa poner en duda la validez de estos ejercicios. Y cuando lo hace, ya es tarde: la performance mediática ha triunfado.
¿Es Cattelan un genio? Solo si aceptamos que en esta etapa del arte contemporáneo basta con señalar el absurdo para convertirlo en oro. Pero ser consciente del vacío no te convierte en artista. A lo sumo, en un comediante. Y en este caso, el chiste hace tiempo que dejó de tener gracia.

Rosa Villalejos. Filóloga clásica y crítica de arte. Explora la esencia de la antigüedad y la creatividad contemporánea con idéntica pasión.