Blanco que brilla en la noche (Han Kan, 742-756), dinastía Tang, China.
Entre todos los animales que pueblan el vasto catálogo de la creación divina, pocos han suscitado en mí una admiración tan profunda como el caballo. Este magnífico ser es el resultado de una evolución majestuosa que se extiende más de cuarenta y nueve millones de años, culminando en una de las criaturas más imponentes y de belleza indómita que la humanidad, desde sus albores, ha representado con fervor en sus diversas expresiones artísticas.
El caballo ha tenido una presencia constante y emblemática en el arte, en todas sus formas.
Desde las bucólicas imágenes de manadas pastando en tranquilidad en las llanuras hasta las estampas de caballos galopando libremente por el paisaje, sus cascos resonando con una fuerza arrolladora y su aliento brotando con la fogosidad de la libertad, el caballo ha trascendido los límites de lo humano. La mitología nos ofrece relatos fascinantes: Poseidón, el dios del mar, las tormentas y los terremotos, otorgó a la humanidad el caballo, mientras que Atenea, diosa de la guerra, la sabiduría y las artes, le entregó las bridas, permitiendo así que la humanidad dominara la fuerza y el poder del equino. De manera similar, Odín, el dios escandinavo, montaba a lomos de Sleipnir, su blanco corcel de ocho patas, en sus travesías para recoger a los caídos en batalla. Estos mitos reflejan tanto la luz como la oscuridad que el caballo simboliza en nuestra cultura. En la historia del arte, el caballo ha sido un símbolo recurrente cuando los artistas han querido expresar vitalidad y energía desbordante. Un ejemplo destacado, aunque no el único ni el más conocido, es la tradición de la pintura de caballos en la cultura china, que se extiende desde la China media hasta el final del Imperio tardío en 1912. En estas obras, los artistas lograron capturar la esencia del espíritu vital del equino, a menudo retratándolo con una mínima cantidad de arreos y adornos.
Sin embargo, quizás las representaciones más sublimes del caballo en el arte sean las que se encuentran en las cuevas prehistóricas. Estos frescos rupestres, creados por nuestros antepasados en santuarios mágicos y rituales del Paleolítico, han perdurado como testimonios imponentes de la conexión primigenia entre el ser humano y el caballo. Estas imágenes no solo son reflejos de la maestría artística de nuestros ancestros, sino también de su profunda veneración y respeto hacia esta magnífica criatura.
Rosa Villalejos. Filóloga clásica y crítica de arte. Explora la esencia de la antigüedad y la creatividad contemporánea con idéntica pasión.