
«—No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece, y así, sera bien que vamos un poco más adelante; que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote y, tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera; y parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos arboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera, que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua, con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
—Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en éste en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos arboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante, y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no mas, en los cuales si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo ».
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha ( Miguel de Cervantes Saavedra, 1605)

Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547 – Madrid, 1616) fue dramaturgo, poeta y novelista español, autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, considerada la primera novela moderna y una de las más influyentes de la literatura universal. Su vida estuvo marcada por el infortunio y la movilidad constante. En su juventud viajó a Italia al servicio del cardenal Acquaviva y combatió en la batalla de Lepanto (1571), donde perdió el uso de la mano izquierda, lo que le valió el sobrenombre de “el Manco de Lepanto”. En 1575 fue capturado por corsarios y pasó cinco años cautivo en Argel. Tras su liberación, intentó sin éxito abrirse camino como poeta y dramaturgo, géneros en los que no encontró el favor de su tiempo, eclipsado por la figura de Lope de Vega. Trabajó como recaudador de impuestos y comisario para la Armada Invencible, lo que le llevó varias veces a prisión. Publicó su primera novela, La Galatea, en 1585, y en 1605 alcanzó el reconocimiento con la primera parte del Quijote, que continuaría en 1615. En prosa cultivó también la novela corta, recogida en sus Novelas ejemplares (1613), en las que ensaya diversos registros morales y estilísticos. En teatro, destacó por sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, publicados en 1615, de tono más irónico y popular. Su última obra, Los trabajos de Persiles y Segismunda, fue publicada póstumamente. A pesar del éxito literario del Quijote, vivió con apuros económicos hasta el final. Murió en Madrid el 22 de abril de 1616. Su figura, en su tiempo a menudo ignorada, ha llegado a encarnar, con el paso de los siglos, el alma misma de la literatura española.
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