18 de junio de 2025
Composición (1920) Aguada, tinta y lápiz sobre papel. Colección particular.

Hay en las composiciones de El Lissitzky una tensión flotante, casi ingrávida, como si cada elemento se negara a aceptar la ley de la gravedad y, con ella, la lógica que gobierna la naturaleza. Formas geométricas de colores apagados —a veces dulces, otras inertes— levitan en un espacio que no les exige apoyo, ni justificación, como si fueran pensamientos suspendidos a medio formular. No es sólo que desafíen las leyes físicas: cuestionan también las del entendimiento, proponiendo una arquitectura mental más que material, una construcción de ideas antes que de cuerpos. Esas formas, apenas insinuadas en su volumen, parecen contener el germen de algo más vasto. No son decorativas, ni arbitrarias. Funcionan como fundamentos, casi como pilares, de un lenguaje visual que El Lissitzky fue perfeccionando con una perseverancia que rozaba la obsesión, especialmente en sus trabajos posteriores. Bajo la superficie abstracta se adivina una lógica interna, una necesidad de orden que no se impone, pero tampoco se oculta. Composición (1920), el dibujo que nos ocupa, no reniega de sus orígenes suprematistas —aquel lenguaje de formas puras, de geometría esencial, al que Kazimir Malévich dio forma y dogma—, pero tampoco se limita a replicarlo. Hay en él una inflexión personal, una desviación sutil pero decisiva. Una especie de voluntad constructiva, un impulso estructural que delata la formación técnica del autor: Lissitzky estudió ingeniería y arquitectura, y esa base sólida permea su obra, confiriéndole una precisión que rara vez se asocia con el arte de vanguardia.

Un momento decisivo en la trayectoria del artista llega cuando Marc Chagall lo invita a enseñar en la escuela de arte de Vítebsk, en Bielorrusia. Allí, bajo la influencia gravitacional —y casi tiránica— de Malévich, se produce una colisión de ideas que da lugar no sólo a una evolución, sino a una mutación. El contacto con el suprematismo no lo domestica; lo transforma. Y es en ese entorno fértil, casi convulso, donde nacen los Prouns —acrónimo ruso de «Proyecto para la afirmación de lo nuevo»—, quizás su contribución más memorable. En ellos, líneas, planos y volúmenes no se yuxtaponen al azar, sino que dialogan como maquetas de una realidad alternativa. No buscan reproducir la profundidad del mundo tangible, sino inventar un espacio con reglas propias, un sistema autónomo donde la representación ha dejado de ser necesaria.

Pero Lissitzky no se conformó con el lienzo. Su imaginación, inquieta y metódica, desbordó los márgenes del arte tradicional. Diseñó libros, carteles, escenografías, vestuario, exposiciones. Comprendía el arte no como una disciplina encerrada en sí misma, sino como un engranaje dentro de un proyecto mayor, una maquinaria destinada a transformar el modo en que vemos —y acaso también el modo en que vivimos. Su ambición era totalizadora, sí, pero no por vanidad, sino por convicción. Tal vez por eso su obra, más de un siglo después, sigue pareciendo incómoda. No por incomprensible, sino porque todavía cuestiona, todavía exige. Hay en ella una radicalidad serena, una modernidad que no ha caducado. Y eso, en un mundo tan velozmente envejecido como el nuestro, es quizás su mayor victoria.

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