
En un rincón sombrío de una habitación de techo bajo, una figura perturba el equilibrio visual: una jugadora de tenis, vaciada en escayola, pero con la cabeza de un maniquí inexpresivo. A su lado, un mapa de Grecia despliega el eco distante de un mito: el viaje de Ulises. Y al fondo, ocultándose apenas tras un lienzo salpicado de fábricas fantasmales, se alza una escultura, cónica, disonante en sus colores, como si quisiera quebrar la lógica del espacio que la contiene. La escena tiene una belleza incómoda, no busca darle ningún sentido a nada. Lo elude. Las imágenes parecen soñadas por alguien que se niega a ordenar el mundo. Esta irracional yuxtaposición de objetos y símbolos remite directamente a la pintura metafísica, un terreno ambiguo donde las cosas son y no son lo que parecen. Esta escuela germinó en un cruce de caminos entre Giorgio de Chirico y Carlo Carrà, y marcó un giro en el arte europeo del siglo XX. Carrà, en particular, encontró en estos espacios cerrados y figuras sin rostro una forma de hablar del vacío moderno, antes de que esa inquietud lo empujara hacia horizontes más clásicos.
Carlo Carrà no fue un pintor estático. De hecho, pocas trayectorias resultan tan contradictorias como la suya. Firmante del Manifiesto Futurista en 1910 —un colectivo que celebraba la velocidad, la máquina y el desprecio por el pasado—, su arte daría pronto un giro radical. La guerra, como a tantos otros, lo marcó y desvió su intencionalidad artística. En 1917 conoció a De Chirico y algo se fracturó: el frenesí dio paso al enigma; la exaltación a la pausa. La figura del maniquí, el silencio de los interiores, la sombra del mito… Todo eso se volvió central. Pero Carrà no se detuvo ahí: hacia 1924 abandonó progresivamente la metafísica para abrazar un realismo casi nostálgico, con la mirada puesta en los grandes maestros del Quattrocento.

Nacido en Quargnento en 1881 y fallecido en Milán en 1966, Carrà además de ser uno de los nombres clave del futurismo italiano, fue un testigo incómodo de las convulsiones de su tiempo. Con doce años ya trabajaba como pintor de murales. Su paso por París en 1899 y luego por Londres, donde se codeó con exiliados anarquistas italianos, dejó huellas profundas en su sensibilidad. De regreso en Italia, ingresó en la Accademia di Brera bajo la tutela de Cesare Tallone, pero su aprendizaje más intenso fue, sin duda, el de la vida política y la violencia de las ideas. Obras como Funeral por el anarquista Galli (1911) dan cuenta de esa etapa ardiente, donde el arte se tensaba con la rabia de las calles. Más tarde, el mismo artista giraría hacia posiciones nacionalistas, una evolución que incomoda, pero que no se puede borrar: forma parte del retrato completo, de sus claroscuros. En los años 20 y 30, su paleta se volvió más austera, las composiciones más densas, casi meditativas. Pinturas como Mañana en el mar (1928) parecen flotar entre la calma aparente y una tormenta latente.
Carlo Carrà fue un hombre de contradicciones: vanguardista y clasicista, revolucionario y conservador, testigo y partícipe. Su legado no es continuista, el de una línea recta, sino el de una curva que abraza los extremos. Y es ahí, en esa tensión, donde su arte sigue respirando.

Rosa Villalejos. Filóloga clásica y crítica de arte. Explora la esencia de la antigüedad y la creatividad contemporánea con idéntica pasión.