
Cuando a principio de los ochenta del siglo pasado mi amiga Marta de Soria me sugirió que le acompañara a Roma a asistir a la inauguración de una exposición sobre la “transvanguardia” italiana, poco podía imaginar que un cuadro de los que allí se exponían me terminaría impactando tanto. Entre los asistentes a la inauguración se encontraba el autor de este cuadro, Francesco Clemente ( Nápoles, Italia, 1952), un joven artista napolitano, con copa en mano y mirada desafiante, un pintor italiano que había desarrollado una peculiar manera de trasmitir su arte mediante símbolos, mezclando figuras de animales con objetos inanimados, figuras que no por salpimentar todo el lienzo dejaban de mantener una identidad y consistencia propia dentro del desarrollo alegórico y figurado de la obra en su conjunto.

Contemplando el cuadro uno descubre que el artista, desde su retrato, te ha estado “espiando” desde el mismo momento en el que has entrado en la sala; cuando te percatas, Francesco Clemente está ahí mirándote fijamente, desnudo, eso te obliga a devolverle la mirada, complaciente unas veces, incómodo otras. Aves, varias, distintas, se posan sobre él, simbolizando la supremacía de la imaginación y lo subjetivo sobre la razón, restando quizá un poco de erotismo al impulso fehaciente de Clemente por la autoexploración y el autoexhibicionismo.
Es “Autorretrato: el primero” un claro ejemplo del resurgimiento de la pintura figurativa en contraposición al expresionismo abstracto que dominaba a finales de los años setenta el panorama artístico europeo y mundial.
De Cebrián e Illescas