Desde ayer en Madrid y hasta el 7 de junio, en las salas del museo Thyssen-Bornemisza, se expone una antológica representación de la obra de Paul Delvaux (Antheit, Bégica, 1897 – Veurne, Bélgica, 1994). La exposición, de nombre Paseo por el amor y la muerte, la componen cincuenta y tres pinturas, donde lo onírico y lo erótico se conjugan en un mundo surrealista, todo ello gravado de connotaciones poéticas.
Tres son los temas principales, más recurrentes en la obra del artista: las parejas de mujeres (casi siempre lesbianas), los trenes y los esqueletos. Yo me voy a limitar al tema de las mujeres…

En sus lienzos se percibe la perturbada mente del artista, perturbada en el sentido desosegado de la palabra: no hay contacto entre dos personajes de distinto sexo en sus escenas imposibles; en sus cuadros predominan las dobles figuras del mismo sexo; los espejos; las hipnóticas miradas… Sin ser un entendido en su pintura, ni conocer su biografía al detalle, aún puede uno intuir que la vida del pintor, la vida amorosa, la relación suya con las mujeres, fue desgraciada.

Lo ilógico, lo extraño, lo representado. Sus obras más reconocidas comprenden a mujeres desnudas, extrañas mujeres que parecen hipnotizadas o sonámbulas, también los esqueletos, las estaciones y la arquitectura clásica son esenciales en la iconografía del belga.




Es éste un artista que volcó las vivencias de una manera fehaciente en su arte. Fue capaz de desarrollar un surrealismo evolucionista a lo largo de su vida, pintó cuadros cargados de misterio, escenas que aparentemente (y digo bien, aparentemente) no guardaban relación entre lo absurdo y lo lírico, o entre lo asexual y lo sensual. Gracias a la ubicuidad del artista, de sus vivencias, y sobre todo a su linealidad estilística, Paul Delvaux consiguió hacerse un hueco en el Olimpo de los Genios.
De Cebrián e Illescas