Hace no mucho que conocí la literatura de Juan de Dios Garduño y lo hice por insistencia de uno de los compañeros de La Jungla cuyo nombre me reservo y al que le tengo un inestimable aprecio. Y lo hice también a raíz de Blasphemy, porque consideraba que era insuficiente para valorar el talento de un escritor basarse sólo en lo que los fumetti encierran y un guión soportado sobre unos magníficos dibujos. Creí adecuado aceptar su consejo y leer a Garduño en su elemento natural. Reconozco, eso sí, que no seguí a pies juntillas el consejo de mi colega y, en lugar de empezar por aquello por lo que más se le conoce, decidí echarle mano a lo nuevo que ha escrito, un poco más lejano de su estilo y un poco más cercano al mío; por mucho que me vaya lo retorcido en lo visual, en cuanto a prosa suelo ser más prosaico, valga la redundancia. Vamos, que soy más de piratas que de monstruos literarios. Ignoro pues, lo que Garduño tiene al otro lado de la frontera que ha marcado con El hijo del Mississippi y, huelga decir que, después de leer esta novela, me tocará nuevamente agachar la cabeza y hacer, por una vez, caso a mi compañero y leer algo de lo que ha escrito antes para hacerme una idea general de lo que es Juan de Dios Garduño.
El caso es que El hijo del Mississippi me ha gustado, pero no tanto como pretendía mi colega o como había pretendido yo. Se intuye un estilo personal y una prosa característica. No soy escritor, así que imagino que eso es algo que, si no se tiene, se va adoptando con los años y, si no, ¡se acabó! Por suerte, parece que el autor tiene ese algo que hace muy particular su prosa. Hay, sin embargo, elementos que no me han terminado de calar, pero creo que esto se debe más bien a la saturación que cuando chico ya tuve de la época que desarrolla, una especie de empacho cinematográfico e histórico de esa porción del siglo XIX que ahora me produce cierto repelús. Así y todo, lejos de las partes más «históricas», que son las que han mermado mi capacidad de disfrute, y más cerca de aquellas otras que rezuman ficción fantástica, he podido aprovechar el ritmo de la novela y divertirme con la historia de Jacob Walters.
Además, se ve en la pluma de Garduño esa especie de homenaje que hace a los clásicos de aventuras que, ya sea a través de la gran pantalla –también vale la pequeña– o la literatura, han copado los hogares de millones de niños que hoy son ya adultos, entre los que me hallo. El hijo del Mississippi contiene en sus páginas la esencia de Twain –además de al propio Twain– y también tiene un poco de la de Stevenson o Swift. Sí, tiene ese aura de aventura y libro de viajes, de fantasía y ficción temprana, pero también deja espacio para el descubrimiento de una época en la que el Oeste se abría al resto de Norteamérica como una posibilidad de expansión y los estados de la costa este se dividían al norte y al sur para luchar en la Guerra de Secesión. No ahonda, sin embargo, demasiado en detalles. No lo necesita. El drama histórico es, en este caso, circunstancial. No determina el curso de los acontecimientos. Garduño apenas sale de las lindes del Mississippi, ya sea de obra, palabra o pensamiento y todo lo que sucede lo hace en él o a él encaminado. La mayor pega tal vez sea, como he leído en alguna observación, el salto temporal de más de una década, pero también podría ser la extensión de los prolegómenos. Para mí, personalmente, lo que menos me ha gustado ha sido la cantidad de erratas en la edición, nada determinantes pero sí molestas. Así y todo, El hijo del Mississippi es una novela de aventuras en toda regla. Contiene todos los elementos necesarios y suficientes. Una compañía agradable y divertida. ¿Qué más se puede pedir?
Maxi Sabela Tornés
EL HIJO DEL MISSISSIPPI de Juan de Dios Garduño / Editorial: Stella Maris / Género: Novela / 365 páginas / ISBN: 9788416541560 / 2016