Jean-Baptiste Greuze (Tournus, 1725–1805, París) es para mí uno de los grandes estigmas en la historia de la pintura europea del siglo XVIII. Francés hasta en los convencimientos, este pintor cabalgó entre lo excelso y lo mundano, entre lo popular y lo elitista.
Tuvo en sus manos el convertirse en uno de los más reputados pintores de su época, incluso fue ensalzado en un primer momento por el controvertido Denis Diderot, el más importante crítico de arte del momento. Pero fue su insaciable ansia de populismo lo que le condujo a denigrar su arte con un estilo poco sincero y muy comercial, como diríamos en la actualidad.

Sus pinturas pasaron de moda al tiempo que en todos los salones se exponían los nuevos trabajos de artistas neoclásicos como Jacques-Louis David. Greuze se puso la soga al cuello él solito, decidió retroceder en pos de la fama, y ese es el peor de los caminos que un artista puede recorrer junto al del conformismo, (en referencia a la inmortalidad, no a la sustentación de su propia existencia terrenal): la involución. Murió en vida él y sus cuadros, y por eso muchas obras de su importante contribución a la historia del arte han pasado inadvertidas hasta fechas muy recientes.

El pintor francés fue sobre todo un maestro retratando escenas de la vida diaria, y mostrando en esas escenas una moraleja vital y certera.

Fíjense en este cuadro…, en esta escena. Un joven ataviado con prendas teatrales afina su guitarra. En su rostro se puede ver el cansancio; sus ojos abiertos de par en par, y el aspecto descuidado del personaje, insinúan la dureza de una vida aparentemente jovial y desenfadada.

De Cebrián e Illescas
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