En muchas ocasiones, la cultura y el deporte ligan mal, como el agua y el aceite, o directamente no mezclan. Cuestión de densidades, supongo. Éste es un caso normal pero curioso. Hubo un tiempo que no conocí en que las élites culturales no se involucraban en temas deportivos e incluso huían de ellos. A más intelectual, mayor desprecio por las cosas que enajenan a la turba. En la actualidad son muchísimos los casos de autores y pensadores varios que se dedican incluso a tener columnas en periódicos deportivos intentando de este modo no tanto normalizar la situación si no acercar posturas, muchas veces como un simple ejercicio egoísta de captación de fieles. Ejemplos, entre otros muchos son Juan Cruz, exégeta de la biblia futbolística «Messianica», en As o el gurú Racionero que defendió durante años desde Mundo Deportivo que el Barcelona jamás ganaría la Champions con Valdés… El mecanismo funciona también a la inversa.
En mi opinión, una cosa no quita a la otra y se puede ser apasionado de ambas: cultura y deporte. En el fondo son expresiones diversas de la demostración de las capacidades humanas tanto físicas como mentales. El olímpico más rápido, más alto y más fuerte –si preferís, citius, altius fortius–, serviría como lema de nuestra superación intelectual. No dejamos de ser un eslabón en el desarrollo de la cadena de homínidos que no tiene por qué haber llegado a su plenitud a pesar de nuestra tendencia natural a pensar que somos la cima de la «creación» o de la evolución.
Desde nuestro punto de vista europeo, este divorcio ha sido más largo. Los americanos no parecieron tener tantos complejos a la hora de hacer cine o literatura de temática deportiva. Tal vez por eso nuestro deporte mayoritario, el fútbol, no tenga buenas o no muchas buenas películas que lo traten mientras que otras disciplinas americanas como el béisbol, el fútbol americano, el baloncesto y, sobre todo el boxeo ha tenido gran presencia y éxito en las pantallas. Todos podemos recordar películas sobre púgiles y su entorno, de Rocky a Toro Salvaje, de Más dura será la caída a Million dollar baby. Incluso deportes minoritarios aquí pero trascendentes en Norteamérica como el hockey sobre hielo tienen su película famosa, no digo buena, El castañazo protagonizada ni más ni menos que por Paul Newman, actor que, por otra parte, también hizo sus pinitos en el billar con El buscavidas y su remake El color del dinero. De baloncesto hay desde dibujos animados contra Michael Jordan, Space jam, a la lacrimógena Hoossiers. Podría seguir poniendo ejemplos pero volviendo al fútbol, poco nos viene a la mente que no sea Evasión o victoria que particularmente no aprecio mucho a pesar de su prestigioso director, John Huston, y de su reparto plagado de estrellas.
Para remediarlo, voy a comentar un par de jugosas sugerencias que vienen, como no, de la cuna del fútbol y de uno de los países que lo viven con más pasión. La cosa va de ingleses y argentinos. En primer lugar os recomiendo rescatar de inmediato la gran Buscando a Eric de Ken Loach. Su tradicional y arquetípico working class hero vuelca sus desgracias y fantasías en su amor por el United y su fe en Eric Cantona que participa brillantemente auto interpretándose, ya retirado de los terrenos de juego pero no de la vida del homónimo protagonista, Eric.
La parte argentina se la cedo a Eduardo Saccheri y sus dos grandes novelas: El secreto de sus ojos, imprescindible aunque no la traigo por el tema que nos ocupa más que de refilón, y Papeles en el viento. También llevada al cine pero aún no estrenada en España. La novela es un canto a la amistad y al amor al fútbol. La pasión de Saccheri por Independiente queda plasmada de manera patente en esta agridulce comedia en la que cualquiera que tenga un fuerte sentido de pertenencia a un club puede verse identificado. Ambas están publicadas en Alfaguara y que yo sepa, aún disponibles. Colofón: en El secreto de sus ojos parte de la investigación se resuelve conociendo el club del buscado, curiosamente Racing de Avellaneda, eterno rival de El Rojo, equipo por el que el autor se desvive en la realidad.
José A. Valverde