
Entre 1824 y 1827 el utopista de la revolución social, místico esotérico y profeta visionario, William Blake (Londres, Reino Unido, 1757–1827) hizo la interpretación más impresionante sobre la Divina Comedia de Dante Alighieri que yo conozco (con el permiso de Dalí).
Durante toda su vida, el inglés fue considerado por la mayoría de sus coetáneos como un excéntrico carente de mesura, un genio al que le faltaba un tornillo, como afirmaba el escritor Edward FitzGerald. Quizá por ello, por esa genialidad al borde de la locura, este artista fue capaz de plasmar toda la fuerza creativa de la obra del poeta toscano.
Dicen las crónicas que Blake trabajaba noche y día, intensamente, en los dibujos de la Divina Comedia, ponía los 14.233 versos en cuartillas encima de la mesa, siempre a la vista, y se dejaba llevar por las musas. Su pretensión nunca fue la de seleccionar pasajes concretos del poema, ni la de ilustrar u ordenar cronológicamente los 33 cantos en los que se compone la obra literaria. Él, como era en cierta medida lógico en el artista de aquella época, se sentía fascinado por el Infierno, y a sus tormentos le dedicó la mayor parte de sus láminas, 72 en total; al Purgatorio fueron 20 y al Paraíso únicamente 10.








Blake interpretó palabras y les dio forma, siendo consciente de la subjetividad de la poesía y del texto poético. Esto se nota en muchísimas de las imágenes, imágenes que hablan y que dejan un cierto sabor a lírica moralista. Los 102 dibujos del artista inglés se encuentran en distintas fases de creación; el grado de ejecución en alguna de las láminas es de mero boceto, otras están a medio acabar, y otras completamente terminadas.
Su dominio absoluto de la técnica en el dibujo le facilitó la tarea de plasmar en su cuaderno de hojas (de Kent de 53 x 37 cm) toda una suerte de experiencias existenciales, desde los escabrosos suplicios del infierno hasta la bucólica felicidad del paraíso.
De Cebrián e Illescas
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