Perfección británica

the-imitation-game-imagen-1Si todas las opiniones sobre arte son discutibles y subjetivas, ésta bate el récord. Lo hace porque voy a partir de dos premisas que de por sí implican un fuerte posicionamiento sobre el hecho de ver cine y de evaluarlo. La primera, en la frente, es que discrimino, casi en su mayoría, el cine norteamericano del europeo o de otras latitudes. Me parece que parte de códigos tan diferentes que lo veo como dos cosas distintas. No lo digo para mal, me encanta el cine americano y lo considero el motor de la evolución del llamado séptimo arte durante un siglo, eso sí, con brillantes engranajes de origen europeo que lo elevaron y ampliaron su perspectiva. Estos engranajes no son otros que directores, guionistas y otros miembros fundamentales en el proceso de producción. Ejemplos como Lubitsch, Wilder y Lang son suficientes para ilustrar lo que quiero decir. Por tanto, insisto, no lo valoro como mejor o peor si no que en calidad de espectador, mi predisposición y mi paladar es una, diferente a la que tengo cuando me enfrento a un film europeo.

La segunda premisa ya definitivamente subjetiva es la división entre lo que considero buen cine, sea de culto o evasión pura, y lo que me parecen telefilmes de tercera. Aquí cada uno pone la frontera donde quiere pero como estáis leyendo mi opinión, son mis gustos los que aparecen reflejados. 

Dadas las trabas que os estoy poniendo, entiendo que «cambiéis de canal». Si todavía estáis aquí, voy al grano del tema de hoy. Hablaré de, a mi entender, buen cine y europeo. Para que se entienda lo que intento transmitir, lo voy a ejemplificar con películas recientes que haya visto, para que podamos entendernos.

Ida2447814654_genLa génesis de la columna de hoy es la digestión de mi película actual de la semana. Vi el domingo «Descifrando Enigma». Me pareció muy buena pero, no me conmovió. No me refiero al lado ñoño que se puede declinar de la expresión si no que, simplemente, me gustó. Ya está. ¿Eso es poco? No. Desde luego ya es un placer suficiente que la película que ves te satisfaga, pero ya está. Durante el proceso digestivo al que me refería, me doy cuenta de la cantidad de veces que una película británica con todos los componentes para ser una Gran Obra y que pase a mi archivo mental de momentos memorables, se queda en una muy buena película. Creo que he dado con el quid de lo que me pasa: no me patean el estómago con algo que me impacte. Salvo el anómalo caso de Ken Loach al que tengo en un pedestal, a pesar de que a veces el contenido político se come las formas cinematográficas. Las buenas películas británicas, como es ésta o como «El discurso del Rey», son ejercicios portentosos de producción, caracterización, ambientación, interpretación y resto de componentes que importan. Magníficas películas insisto pero no, para mí, obras memorables en el sentido profundo. Falta emoción. La que sea: rabia, tristeza, ironía, alegría. Tal vez se deba a las diferencias culturales que arrastro con el mundo anglosajón pero es así.

Pongamos este razonamiento a contraluz  para entender mejor la tesis que defiendo. Las películas memorables de otros países tan dispares como Francia, España, Argentina, Dinamarca, Italia e incluso Polonia, sí consiguen removerme algo en el interior que hace que la sensación mental (y física) y su clasificación en mi atestado cerebro sea diferente. Siguiendo con ejemplos recientes y muy conocidos para que sea fácilmente comparable, «La Gran Belleza», «La vida de Adèle», «Ida», «En un mundo mejor», «La Isla Mínima», «Relatos salvajes» son cintas que no tienen nada que ver entre sí salvo la diferencia a la que antes aludía, me revuelven algo. No se quedan en el ejercicio técnico y profesional de la perfección británica. Me han hecho odiar, temer, tener frío, compadecerme de alguien o de mí mismo, rebelarme contra algo. Es, creo, una diferencia muy notable.

Una vez soltado semejante chorreo, quiero animar a los británicos a hacer películas como les dé la gana, que lo hacen muy bien. Tal vez la cuestión de las emociones sea un problema particular.

José A. Valverde

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