En un día como hoy, víspera de Reyes, uno se plantea qué le gustaría realmente recibir como premio a todo un año de buena persona. Sí, digo realmente porque en las inevitables cartas o listas, quien más quien menos, se corta. Sea por importe, por extravagancia o por dificultad de conseguir ese objeto concreto, acabamos por no incluirlo. Metidos en la vorágine de la compra de los regalos de los demás que hemos dejado, para variar, para última hora, la cartera empieza a moverse con más alegría de la debida. En ese punto y, si no estamos ya asfixiados, nos sorprendemos buscando cosas que no son para nadie sino que despiertan nuestro interés y, poco a poco nos vamos calentando.
Si damos con algo que nos apasiona, buscamos un motivo, banal generalmente, para perdonarnos el impulso y… ¡zas! Ya está pagado. Ahora, para disimular y que cante lo menos posible, tenemos que colarlo entre el resto de paquetes con nuestro nombre como destinatario. Seguro que nos desenmascaran pero, entretanto, seguimos engañándonos. En febrero cuando llegue el pago de Visa, lamentaremos el arranque «Tío Gilito» del día 5 pero hasta ahí, disfrutémoslo.
No se puede aún, salvo en las campañas de marketing, comprar cajas de esperanza y alegría o botellas de felicidad. De hecho, si se pudiera, la perversa lógica de nuestro sistema las haría inalcanzables para los que las necesitan casi con desesperación. Podemos inventarnos, eso sí, nuestras propias soluciones que no tienen por qué ser raras o caras. A veces, aquello que nos arranca una sonrisa y un momento de felicidad va envuelto en la sencillez de lo cotidiano. Sólo hay que estar en condiciones de saber apreciarlo. Un paseo, una canción a la que dedicamos la atención que merece o una buena charla pueden ser muy terapéuticas y no tienen precio.
Luego está el Tiempo. Sí, con mayúscula. Es finito y no tenemos control ni poder sobre él. Muchas de las angustias vitales vienen por su escasez y por la sensación de que se nos escapa como la arena entre los dedos, sin saber cuánto nos queda dentro del puño. Lo que sí podemos hacer es gestionarlo y adecuarlo para disfrutarlo mejor. Todos tenemos cargas y obligaciones que nos comen gran parte de ese pastel cuyo tamaño es una incógnita y del que no tenemos certeza de la porción consumida. Buscando y teniendo claro lo que para cada cual es gratificante, siempre hay formas de organizarse para dedicarnos un espacio hedonista del que gozar o compartir. Unos corren, nadan o van en bici; otros leemos, escuchamos música, vemos películas, pintamos un trozo de cuadro que nunca acabamos… Los hay superdotados que consiguen hacer casi de todo o, mejor dicho, y por aquello de la gestión, se han planificado mejor y han encontrado la proporción adecuada para cada cosa.
En definitiva, los autorregalos pueden ser muy diversos y no tienen por qué estar centrados en un solo día. Disfrutemos lo que podamos, que eso llevaremos por delante.
Fin de la homilía, os aseguro que ha sido involuntaria…
José A. Valverde