Todos los domingos que puedo, que son muchos, voy al cine. La sala donde acudo es la de un pueblo, no lejos de la capital, que permite ver películas a mitad de precio. Las comodidades no son demasiadas pero la pantalla y el sonido son más que aceptables, así que las condiciones son casi óptimas. Sólo averiguo si la película es infantil o de superhéroes para no ir, por lo demás, me lanzo a la aventura.
Como casi todos con aquello que nos apasiona, tengo mis manías y mi ritual a la hora de ir a la sala. En primer lugar, hago lo mismo con libros y discos, intento no saber casi nada del contenido de lo que voy a presenciar. Me gusta ir lo más virgen posible y, por supuesto, nunca leo críticas por adelantado. No siempre es fácil puesto que la sala es de reestreno y, en ocasiones, pasan más de seis meses para ver algunos títulos que me interesan. Un ejemplo: fui capaz de ir nueve meses después del estreno a ver “La gran belleza” sin saber el argumento y sin haber visto apenas imágenes. Esto me da satisfacciones, como en el caso referido, pero también disgustos. La balanza pesa más en el lado de mis manías a las que incorporo el ir sólo, a ser posible.
La ventaja de un cine casi familiar como es este, es que hay complicidades que ayudan. Por ejemplo, la taquillera me indica cuando hay tráileres para que no entre y el chico que corta por la mitad las clásicas entradas pequeñas, rectangulares y con el agujerito en el centro, me avisa cuando acaban. Suelo sentarme sin dificultad en la misma butaca, cerca de la puerta, e igual que entro el último, salgo el primero.
Obviamente, no todo es maravilloso. El carácter casi parroquial de la sala hace que, sobre todo en invierno, para muchas personas sea un lugar económico para ir a pasar el rato. Se convierte así en una especie de mezcla entre hogar del jubilado y acogida de amigos no futboleros. El hecho social que esto conlleva es el principal inconveniente. La disparidad de edades y apariencia de los grupitos que acuden dan idea de que tampoco muchos de ellos saben lo que van a ver. El público avezado y más joven, los considero jóvenes de 25 hacia arriba, va los lunes, día del espectador, un euro más barato aún.
Normalmente la proyección empieza y el silencio tarda unos segundos en ocupar todo el patio de butacas. Puestos en situación hay un margen de unos diez minutos en los que se da a la película un tiempo de cortesía para captar la atención de la concurrencia. Si se da el caso, frecuente, de que la película es argentina, pronto empieza a oírse: ¿Qué ha dicho? No sé, no lo entiendo… y diálogos similares. No faltan los que la comentan o predicen la escena siguiente y, naturalmente, los que se aventuran a pronosticar el final. Parece exagerado pero no lo es. La fuerza de la costumbre hace que yo apenas los oiga, no suelen entorpecer mi deleite de la película. Es mucho menos molesto, faltaría más, que el cine infantil y los pozales de palomitas, aquí inexistentes.
Lo fundamental es que, salvo excepciones, suelo salir más o menos contento y casi siempre evadido, sacudiéndome así las últimas horas del domingo que tan comúnmente se atragantan. Dar a veces con algún fiasco, no es cortapisa.
José A. Valverde
La entrada me pareció estupenda. Me identifiqué con gran parte del ritual descrito, y sentì envidia de que el autor pueda contar con un cine tradicional que, aparentemente, tendrá años por venir.
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